Fue un experimento agradable y creo que bastante provechoso. Espero que lo disfrutéis ^^
Título: Domingos
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 2121
Género: decirlo es gafarlo. Mejor decidís vosotros...
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.
Domingos
autora: Anna Morgana Alabau
Hay días en los que uno sabe que es domingo aún sin haber abierto los ojos; no porque recuerde que el día anterior fue sábado – con todo lo que un sábado implica – sino porque al renunciar a la vista, los demás sentidos despiertan de su letargo y el tacto, el olfato, el gusto y el oído captan la esencia única del tan ansiado domingo.
Sí, porque los domingos se sienten, huelen, saben y suenan muy diferentes al resto de días de la semana.
Para Sandra, la secretaria de dirección de una gran empresa que podría estar en cualquier parte del planeta (en la parte que nos empeñamos en llamar desarrollada, eso sí), los domingos saben a gloria con mermelada de fresas.
La luz se cuela tímidamente por entre las rendijas de la persiana automática que por fin se hizo instalar el miércoles y sus ojos ni siquiera perciben el resplandor atenuado del mortecino sol de invierno, cuyos rayos temerosos no consiguen arrancar las arrugas que se le forman alrededor de los ojos cuando, a veces, los cierra con demasiada fuerza. Sus brazos rodean el cuerpo de un almohadón que huele a melocotones en una cama demasiado grande para una sola persona, permitiendo que la ilusión de compañía perdure un poco más en sus sueños.
Las sábanas frescas envuelven su cuerpo enfundado en un pijama rosa de felpa dos tallas más pequeño de lo que correspondería al concepto de comodidad y sus pies descalzos de uñas decoradas se estremecen al escapar accidentalmente del cobijo de la colcha floreada. La cama tiene el tacto de las nubes y el olor de la primavera aunque fuera el frío hiele los bancos de piedra y el gris haya vuelto a ser el color de temporada con el que se visten las ciudades más cosmopolitas.
Pero ¿qué más da lo que pase afuera si a Sandra el domingo le sabe a dentífrico de menta y a deseo de pastel de chocolate?
Tres pisos por debajo y una puerta a la izquierda, sin embargo, el domingo despierta sensaciones muy distintas. Sensaciones como de culpa y remordimiento, como de error reiterado y consciencia de fracaso; sensaciones como la de ser uno mismo en un cuerpo que no merece porque a pesar de ser domingo, Julio se niega a despertarse con la ilusión del peor de los lunes.
La claridad del sol le molesta en los párpados todavía cerrados y su cabeza se vuelve instintivamente hacia la pared opuesta a la ventana. El hedor a ceniza y cigarrillos le invade ¿o es también un sabor que se mezcla con alcohol rancio y fluidos corporales en el fondo de su garganta?
Tose profundamente entre ascos y mucosidades pero se resiste a despertarse por completo, se resiste a comprobar que lo que nota su tacto no es ni puede haber sido en ningún momento su perfecta y cara almohada enfundada en sábanas de seda nuevas sino un cuerpo ajeno y desconocido a su sobriedad que puede pertenecer absolutamente a cualquiera.
Su memoria divaga por lugares que no se encuentran ni en la vigilia ni en el sueño pero el ayer, el sábado que sabe que fue, escapa de su consciente como el dinero de sus bolsillos. El único problema es que ambos vuelven.
Una lágrima cobarde escapa de un rincón entre sus pestañas entrelazadas pero no se lleva la culpa y la tristeza. Ellas se quedan siempre dentro.
Julio piensa a menudo los domingos por la mañana mientras se hace el dormido hasta que la persona o personas que están acostadas en su cama, a su lado, se cansan y deciden marcharse. Piensa y desea que el dinero se le escape por una vez y no regrese, dejar el trabajo y deshacerse del ojo vigilante y la mano siempre abierta de su querido y generoso padre; desea quejarse de un trabajo esclavo y un sueldo miserable, saber qué es no llegar a fin de mes y tener que contentarse con una borrachera de alcohol de segunda sin poderse permitir más drogas que un par de porros.
Desea ser normal y corriente por una vez en la vida, aunque luego todo siga igual y cuesta abajo como hasta ahora pero al menos – piensa con todas sus ansias – al menos haber experimentado eso.
A veces, los peores domingos, a Julio se le ocurre una idea: desaparecer de la faz de la tierra. Borrar su esencia del mapa sin dejar ni siquiera una nota, o mejor, dejando dicho a su secretaria que se toma un mes de vacaciones para así evitar que nadie salga a buscarlo. Y durante ese mes alquilar un piso diminuto, una ratonera con forma de caja de zapatos de diseño, con ropa tendida en cuerdas que sobresalgan de las ventanas y una cocina tan estrecha que tenga que entrar de lado. Y cuando lo tenga todo atado, le dirá a su padre que ya no le necesita, que no quiere heredar su gran empresa, que nada le satisface más que arreglar su propia vida lo mejor que puede con un empleo de vendedor de enciclopedias.
Ese es el sueño de Julio. “Pobre niño rico”.
En el segundo B, cerca de la salida de emergencia, Antoinette duerme como un bebé abrazada a su más reciente novio, con el que ya lleva nada menos que dos semanas con una sola discusión tonta acerca de qué lado de la cama debería ocupar cada uno. Fernando, mientras tanto, analiza en un estado semiconsciente las probabilidades de escapar del edificio en caso de incendio y mantiene en su cabeza una batalla moral entre el deber de salvar a Antoinette y sus probabilidades reales de supervivencia en caso de hacerlo.
Sopesa números y estadísticas en una habitación con ventanas de doble cristal blindado donde no entra ni un rayo de la luz del sol; iluminada sin embargo por la fluorescencia del camino de salida de emergencia marcado en el suelo y las flechas que señalan los puntos de luz y la ubicación de las linternas más próximas. Le persigue siempre la indignación por no haber conseguido un piso en la primera planta, suficientemente elevada del nivel de la calle como para prevenir la entrada de ladrones o criminales de cualquier tipo, lo bastante cerca de la vivienda del portero como para avisarle regularmente de los daños, desperfectos o zonas inseguras del edificio sin tener que utilizar mucho el ascensor ni tener que bajar y subir tantos tramos de escaleras, y lo bastante cerca de la calle para evacuar por la puerta principal en caso de que fallaran los sistemas de alarma y salidas de emergencia.
Lo bastante segura para él, al fin y al cabo.
El olor del perfume de Antoinette le molesta, le bloquea parte de los sentidos y le hace vulnerable al impedirle detectar con suficiente rapidez algo como, por ejemplo, una fuga de gas butano o una columna de humo procedente de un incendio acabado de provocar. Piensa en decirle tan pronto como se despierte que no utilice más perfume, al menos mientras se quede a dormir en su casa.
Se remueve inquieto por la cama con la idea en la cabeza de que podría haber una emergencia ahora mismo y él no podría detectarla más que por el sonido de las alarmas – en caso de funcionar correctamente –, lo cual podría ser demasiado tarde como para actuar debidamente. Siente la necesidad de levantarse, de comprobar que son más de las 7 de la mañana en el reloj digital de la mesita, aunque sabe que no es cierto. Su mano acaricia la piel de Antoinette, tumbada apaciblemente a su lado y sopesa por un brevísimo instante si el poder mantener a una persona, una buena persona, a su lado no será más importante que ser tan precavido con absolutamente todo cuanto le rodea.
Siente un picor y un sabor amargo en la garganta. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? Es evidente: sobrevivir es lo más importante.
El olor a humo y una maldición son las primeras cosas que percibe del domingo, de cada domingo de cada semana de cada año hasta que un día, por fin, consiga largarse de casa. Seguro que ni siquiera son las 9 y mamá ya está cocinando. Ayer oyó la conversación por teléfono de cada sábado, su padre borracho al otro lado de la línea, no había duda, y sabía desde que se acostó que esta mañana sería como todas las mañanas de domingo.
Micky para sus amigos, Miguelito para la abuela, gira la cabeza y la esconde bajo la almohada. En su cuarto huele a humedad desde que le prohibió a su madre entrar a limpiar cuando él no estaba. Deja caer los brazos por el lado de la cama que da a la ventana (¿cuándo puñetas van a reparar la persiana? Ya ni siquiera puede saber cuándo se hace de día) y nota el rollo de papel higiénico que se trajo la pasada noche.
Noche de sábado: cerrojo y porno de pago. Un día le van a pillar, lo sabe, y el domingo siguiente su madre se levantará todavía más temprano para hacer tostadas y huevos que no se comerá nadie más que el gato.
La boca le sabe a sueño y sequedad. Nota la lengua como el esparto y sabe que ayer olvidó apagar la calefacción de su cuarto. Alarga la mano hasta el vaso de agua que deja en la mesita cada noche pero se acuerda de que ayer apagó en él las colillas. Maldice entre dientes y acomoda la cabeza sobre la almohada notando el tacto familiar y rasposo de las sábanas viejas que evocan en su mente dibujos de dinosaurios y superhéroes.
En la cabeza de Maribel, en cambio, danzan los duendes y las hadas. Puede oír el móvil del techo tintineando, transportando a los personajes de cuento en sus avioncitos y hojas otoñales, lanzando destellos con los espejos que son sus ventanas diminutas por las paredes verde claro de su habitación.
Las sábanas de algodón y la colcha de felpa huelen a mamá y son tan mullidas como (de eso está segura) las nubes en verano. Ya puede saborear las magdalenas rellenas de mermelada de fresa o de trocitos de chocolate que traerá papá de la panadería cuando se despierte. Pero todavía no es hora. Todavía falta para que empiecen los dibujos en la tele y papá y mamá se pongan a hablar del trabajo de papá, de porqué sólo puede visitarlas los miércoles y los domingos y de una señora y unos niños que Maribel todavía no conoce.
Con los dedos prensiles sobre la esfera de control, Weckre pasa la película hacia adelante para ver como, al final, Sandra vuelve a casa de su madre después de acostarse con su jefe, del que llevaba años enamorada, y darse cuenta de que él no sentía lo mismo; Julio hereda la empresa pero sufre un infarto a los pocos años provocando la muerte triste y decadente de su anciano padre en la residencia de lujo donde le había llevado; Antoinette deja a Fernando al descubrir de que vive obsesionado con la muerte justo el día antes de que le atropelle un tranvía al ser empujado por una pareja que discutía en la parada; Miguel se muda con su abuela cuando su madre es ingresada en una clínica psiquiátrica después de que encierren a su padre por homicidio involuntario al precipitar a un hombre a las vías del tranvía en una discusión por dinero con una prostituta; Maribel conoce a sus hermanastros cuando se quedan huérfanos de madre y sus padres deciden formar una única familia que se disuelve a los pocos años cuando el hermano mayor cumple los dieciocho y decide reclamar la patria potestad de sus hermanos y hermanastra acusando falsa pero eficazmente a sus padres de malos tratos.
Bosteza con sus dos bocas ocultando tras ellas los ojos saltones de ese color marrón oscuro que tanto atrae a las chicas por su exotismo, y apaga el distavisor.
- ¿Qué tal tu generación extra-planeraria? – pregunta su hermano cuando le ve salir de la sala de audiovisuales galácticos – ¿Te ha tocado un sitio interesante?
- Un bloquedepisos en la Tierra – responde encogiéndose de hombros –. No está mal para hacer el trabajo de Conducta de las Especies pero los humanos son bichos muy miserables para tener tantos sentidos.
- ¡Ha! Eso es que has visto sus finales.
- No es eso. Los finales en sí no son lo miserable – responde Weckre rascándose lo que en un humano sería más o menos la axila –: lo miserable es cómo se sienten hasta llegar a ellos.