Título: Manada
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 2698
Género: horror, terror, zombies
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.
Era Abril, otra vez, y Tarik empezaba a estar sinceramente hasta los huevos de tanto muerto. Hacía dos años que apenas salía de casa, y no por falta de ganas. Aquellas cuatro paredes habían empezado a hacérsele tan insoportables como el hedor de los cadáveres y últimamente, pretendiéndolo sólo a medias, se encontraba cada vez más metido en misiones absolutamente suicidas. Era un caso de ansiedad de manual, aunque, como estaban ahora las cosas, las enfermedades de las sociedades opulentas eran algo en lo que nadie se permitía pensar.
Su hermano Said, por ejemplo, parecía el rey tuerto en el país de los ciegos; a nadie le importaban sus brotes psicóticos ni que se les hubiera acabado la medicación hacía algo más de medio año: simplemente le daban un arma cargada, le llevaban a la azotea y disfrutaban viendo como los no-muertos re-morían uno a uno. Tiro en la cabeza y a dormir. Hasta que se le acababan las balas y le iban a buscar. Tarik pensaba que, probablemente, su hermano no había dormido así de bien en su puta vida. Quizá los médicos se equivocaban con su enfermedad: quizá sólo necesitaba matar cosas para ser feliz. ¿Y quién podía culparle, ahora que casi todo estaba muerto?
- Relevo, bereber – oyó susurrar a sus espaldas.
- No soy un bereber – contestó casi riéndose. Seguía mirando por la ventana, con el rifle apoyado en el respaldo de la silla a modo de trípode.
- Ya, bueno, tampoco pareces moro.
- Porque tampoco soy moro – replicó sin apartar la vista de la calle, llena de cuerpos sin vida que seguían andando -. Lo sabes perfectamente.
- Ya, ya, ya. Tu padre culo-blanco se casó con una mora…
- Al revés, gilipollas. Y mi padre era turco, no marroquí.
- Es lo mismo.
- Muy bien, judío – suspiró Tarik al fin. Era muy pronto para la discusión de siempre y sabía que Gus sólo quería sacarle punta porque se aburría, como todos -. Siéntate, anda.
- Yo no soy judío – replicó con enfado fingido -. Mi familia era católica.
- Es lo mismo – dijo Tarik con una sonrisa en los labios tras encogerse de hombros.
Gus sonrió y meneó la cabeza mientras apoyaba su escopeta en el respaldo de la silla, como antes había hecho él.
- Pero Tarik y Said son nombres de moro – volvió a la carga tras afianzar el arma.
- Ya, bueno, y Gustavo es nombre de rana – respondió Tarik, como siempre, pasándose una mano por la cara –. Supongo que nuestros padres veían demasiada tele.
El sonido de un disparo les silenció a ambos durante un rato. Parecía que Said había vuelto a la carga ¡y vaya si cargaba fuerte! Dos de un solo tiro; el tío podría haberse podrido toda su miserable vida en el psiquiátrico y ahora… ahora era el único de todos ellos que se iba a dormir con una sonrisa en la cara.
- Joder – susurró Gus cuando el segundo disparo había abatido a otro de los zombies –, lo que daría ahora por una tele.
- Y yo – sonrió Tarik, sentándose en el suelo a su lado. Quería irse a dormir, quería intentarlo, pero sabía que sería inútil: hasta que Said bajara de la azotea y le viera dormirse, sano y salvo, él no podría pegar ojo.
- ¿Te acuerdas de las series? – preguntó Gus de repente, sin apartar la vista de la ventana.
- Me acuerdo de los anuncios.
- ¡Oh, sí! Los de coches.
- Los de Martini.
- ¿Pero no se supone que vosotros no bebéis?
- Y dale – sus miradas se cruzaron y Tarik se echó a reír -. Nosotros éramos laicos.
- Mira el bien que le hizo la bebida a tu hermano…
- ¡Serás gilipollas!
- No te ofendas, pero me alegro de que esté tarado.
Tarik no supo cómo responder a eso. No estaba seguro de si quería partirle la cabeza, insultarle o preguntarle por qué coño diría algo como aquello. Quizás hiciera las tres cosas a la vez.
- Entiéndeme – aclaró Gus antes de que pudiera hacer ninguna -: sin él estaríamos todos muertos.
Tarik asintió; no le quedaba otra. Se había pasado la vida compadeciendo a su hermano, yendo a visitarle al psiquiátrico los domingos con una mueca entre la obligación y la pena, y ahora que el mundo parecía tocar a su fin, que los malditos jinetes del Apocalipsis del memo de Gus habían venido, se habían cagado en la humanidad y se habían largado, ahora Said era el genio y todos los demás daban pena.
- Habrá que volver a salir a por provisiones – comentó Tarik como si hablara para sí mismo.
- Seh – masculló Gus. A él no le hacía ninguna gracia tener que salir del dúplex que habían fortificado y andar entre los malditos zombies por cuatro asquerosas latas –. Seguro que tú te apuntas – observó, no sin cierta malicia.
- ¿Es que tú no te aburres?
- No tanto como para querer suicidarme.
- Si no lo intentáramos…
Tarik dejó la frase en el aire. Sabía perfectamente que Gus, como los demás, era consciente de que había que salir a por comida y agua potable, pero no le culpaba por no ofrecerse a ello. Se había convertido en un buen tirador, y todos daban gracias a Sony y a Nintendo por ello, pero el trabajo de campo no era lo suyo.
Los primeros meses de encierro habían sido horribles para él. Se había roto cuatro dedos de un pie y fracturado un tobillo en la huida, sólo que la adrenalina le había impedido darse cuenta hasta que estuvieron más o menos a salvo. Entonces habían empezado los dolores atroces, las horas de vigila, el morderse desesperadamente las uñas y los alrededores de éstas para no gritar mientras los zombies seguían aporreando paredes y puertas. Julio le había puesto una especie de tablilla casera bajo los dedos y alrededor del tobillo y le había prohibido moverse en al menos tres días, pero las cosas no eran tan fáciles.
- Suerte que tenemos a Helga – susurró Gus, como si leyera sus pensamientos. Tarik asintió.
La tía era una friki, y de las grandes. Cuando Julio, Gus y Miren llegaron al bloque, ella ya estaba dentro, apilando máquinas de las obras de la esquina a un lado de la entrada. Gus le había preguntado qué coño pretendía y la tipa le había sacado un manual de supervivencia en caso de una invasión zombie. ¡Un puto manual! ¡Como si lo hubiera sabido de antemano! El tío se quedó helado. Sin embargo, todos siguieron sus órdenes.
Al llegar Tarik y su hermano, los otros cuatro ya habían destrozado las escaleras desde la entrada al primer rellano. Tras asegurarse de que podían hablar y razonar, Helga les hizo entrar en el edificio y desnudarse de arriba abajo, a pesar de sus muchas quejas. Los demás también habían tenido que hacerlo, y ella misma, para demostrarles que no estaba infectada. Comprobó que no tuvieran mordeduras o arañazos sospechosos y empezó a dirigir el cotarro. Tarik quiso imponerse: no le iba a mandar una niñata que no levantaba dos palmos del suelo, pero cuando Helga le sacó el manual se quedó tan callado como Gus.
Tapiaron como pudieron las puertas del edificio para que resistieran un poco más y subieron al ascensor, parando en cada planta para recoger lo que les pudiera hacer falta. La última parada fue el ático: un dúplex de lujo totalmente abandonado, pero con la nevera llena a rebosar. Una vez allí, Helga les dijo que se despidieran de la civilización y, sin ningún tipo de ceremonias, arrancó los cables del panel de control del ascensor para que no se pudiera volver a usar.
Fue en aquél preciso momento cuando Tarik se dio cuenta de la verdadera dimensión de lo que acababa de pasar.
El ático tenía una puerta con una escalera que daba a la azotea. Destruyeron todos los accesos a la vivienda salvo aquél y Helga salió al exterior para recoger la escalera de incendios antes de que alguno de los cadáveres la bloqueara. Sería su única salida, su vía de escape y regreso para cuando se les acabaran los víveres o las municiones. Porque, como descubrieron no mucho más tarde, la tía no había escogido aquel bloque por que sí: sabía que dentro habría comida y, sobre todo, armas. Lo que nunca les dijo fue cómo lo había sabido.
- Echo de menos el queso – suspiró Gus tras un rugido de su nostálgico estómago.
- Y yo – asintió Tarik.
- Y cualquier cosa cocinada…
- Hacemos cosas cocinadas.
- Latas. ¡Puaj! Eso no es comida de verdad.
Tarik asintió, riéndose con lástima. La última vez que habían comido algo recién cocinado había sido la semana en que llegaron. La nevera del ático estaba llena, pero Helga les dijo que no podían confiar en que la ciudad mantuviera el suministro eléctrico, de manera que habría que cocinar lo que pudiera estropearse. En aquel momento empezaron a racionar la comida, cocinando primero lo que corriera más peligro de ponerse malo: carne, verduras, sopas y, cuando el mundo se quedó sin electricidad, empezaron con los congelados.
- ¿Te acuerdas de las gambas? – preguntó Tarik de repente, como si aún pudiera saborearlas.
- ¡Oh!¡Joder! Las gambas…
Nada más empezar con las cosas del congelador habían descubierto un par de cajas de langostinos y gambas. Julio las había cocinado con la receta de su padre, que se había pasado la vida currando de chef en un restaurante cerca de la playa. Helga había estado guay aquella noche y les había puesto una mesa elegante, con manteles de Navidad, algunas velas encendidas y copas de champán, aunque llenas de agua. Se habían pegado el banquete de su vida, o al menos de la que iban a llevar a partir de ahora, y les había sentado de puta madre.
- ¿Sabes lo que echo de menos? – dijo Gus tras dispararle a un zombie que se estaba acercando demasiado a la escalera -. Una buena hamburguesa gorda y grasienta, con bacon, cebolla, queso y kétchup.
- Y patatas deluxe – añadió Tarik, leyéndole la mente.
- ¡Oh! ¡Joder, tío! Patatas deluxe…
- Arroz al curry.
- Sushi y yakisoba y arroz tres delicias.
- Pollo a la cerveza.
- Espaguetis con parmesano, pero el de verdad.
- Las albóndigas de mi madre.
- Un shawarma llenito de salsa de yogur.
- Atún con cebolla caramelizada.
- Pan con tomate y jamón salado.
- ¡Tortilla de patatas!
- ¡Buñuelos de bacalao!
- ¡Silencio! – la voz de Miren les llegó desde la cocina. Seguramente acababa de levantarse, hambrienta, con nada más que llevarse a la boca que unas miserables tortitas de arroz de régimen, que era lo último que siempre les quedaba -. Habrá que salir a por comida – dijo, entrando en el cuarto de la lavadora, donde estaban ambos.
- Eso le decía yo a Gus.
- Helga irá, como siempre. ¿Tarik?
- Pues claro. ¿Tú vas? – le preguntó, calculando las posibilidades que tendrían si esta vez iba Miren en vez de Julio.
Miren asintió.
- Julio sigue con lo de la barriga. También necesitaremos agua.
Se quedaron en silencio durante un rato. Que Miren fuese con ellos en lugar de su novio era una buena noticia: era mucho más ágil que el armatoste de Julio y pasaba más desapercibida. Además, tenía una especial facilidad para coger lo que era esencial y necesario y dejarse de pijadas. Sin embargo, los dolores de barriga de Julio habían empezado a preocuparles de una manera poco sana. Le habían comprobado el cuerpo y la cara después de la última escaramuza por la comida, hacía menos de dos semanas, y parecía no tener nada. Aun así, desde aquel día había empezado a encontrarse muy mal y parecía ir a peor. Helga le miraba cada vez con más recelo y tanto él como los demás sabían que nada bueno podía salir de aquella mirada.
Todos recordaban como, dos días después de entrar, un par de supervivientes se habían acercado al edificio. Ellos todavía estaban fortificando y hacían pequeñas incursiones a la calle para recoger provisiones, armas y materiales. Supusieron que les habían visto desde la plaza, corriendo las cortinas y subiendo por la escalera de incendios, así que se habían puesto a gritar y a hacer gestos con las manos. Helga les llamó estúpidos cretinos, pero bajó a buscarles con Gus antes de que atrajeran a más cadáveres. Les llevaron al pie de las escaleras y Gus se quedó en la entrada del callejón para avisarles si los zombies se acercaban. Helga les hizo desnudarse.
La mujer, Diana, lo hizo sin rechistar, lanzando miradas nerviosas a su marido, cuyo excesivo sudor no le pasó desapercibido a Helga. Miró a la mujer de arriba abajo y comprobó que no tenía mordeduras ni arañazos, pero cuando le tocó al marido, éste se negó a desnudarse. Gus miraba a la calle, que parecía en calma, pero estaba atento a lo que pasaba detrás, pendiente de si Helga necesitaba que le echara una mano. No obstante, parecía que lo tenía bastante controlado.
Sacó su pistola de la funda y apuntó al tío a la cabeza.
- O eres un estúpido pudoroso y no te quieres desnudar porque te avergüenza, o no quieres hacerlo porque estás infectado – le dijo, apretando un poco más la pistola contra su sien -. En ambos casos acabas muerto.
Así que el tío acabó desnudándose.
Antes de que Gus o la tal Diana se dieran cuenta, Helga le metió una bala en el cráneo. Gus se volvió y corrió hacia ella. El tío tenía una mordedura en el costado. Había pus y carne desgarrada y lo que podía ser necrosis alrededor de la herida. La tía se echó sobre Helga como una loca, gritando e intentando arañarla, pero Helga se apartó y le metió un balazo también a ella. Sabía que no estaba infectada, pero no iba a correr el riesgo de que nadie que hubiera estado fuera le arañara. Tampoco estaba dispuesta a dejar que alguien fuera de sus cabales pusiera en peligro a su “manada”. A Gus le pareció extraña la manera en que les había definido, pero a medida que pasaba el tiempo se daba cuenta de que, para sobrevivir, no les quedaba otra que organizarse, que actuar menos como personas y un poco más como animales, sin que hubiera nada en ello que tuvieran que reprocharse.
- Ellos ya están muertos – les había dicho Miren tras lo que había ocurrido ahí abajo –. No pueden perder nada. Sobrevivir a esto sólo depende de nosotros.
Pero había momentos en los que sobrevivir no parecía tan fácil. A decir verdad, casi nunca lo parecía. Había ratos, sin embargo, en los que dejarse caer desde la azotea resultaba una idea especialmente seductora, casi tanto como ofrecerse voluntario a la expedición para llenar la despensa.
Tarik sabía por qué lo hacían ellas: Miren se había agarrado a la supervivencia en grupo como a un clavo ardiendo. Levantarse por la mañana, o cuando fuera su turno de vigilancia, y poder hablar sobre cualquier cosa, tener una rutina, contar cadáveres y objetivos conseguidos… todo aquello hacía que todavía se sintiera viva. Ya no le importaba querer a Julio, o saber que él la quería. Lo único que importaba era mantenerles con vida; que al menos le debiera eso. Helga, en cambio, lo hacía por orgullo. Era la “líder de la manada”, como a veces la llamaba Gus en broma, pero esa era la realidad. Tenía más idea que nadie sobre qué estaba sucediendo y por qué, diseñaba las estrategias defensivas, controlaba las armas, los suministros, las provisiones… era con quien todos contaban para sobrevivir y se sentía orgullosa de ello, aunque a veces se desmoronara en un llanto callado tras la puerta del baño. En cuanto a él… quizás sólo lo hiciera por aburrimiento. Tenía ganas de sentir algo, de tener una meta en la vida más allá de la supervivencia y de tener que cuidar de su hermano.
Tarik sólo quería vivir, aunque eso significara tener que jugar a escondidas con la muerte.