12.09.2010

Cuidados intensivos

Otro ejercicio del curso de narrativa. Esta vez iba de poner en relación a un grupo de personas que normalmente no se relacionarían si no estuvieran en una situación concreta o por necesidad. Y como es fácil imaginar, me salió una de zombies ^^


Título: Cuidados intensivos
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 1296
Género: horror, terror, zombies
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.


Cuidados Intensivos

Probablemente Ángel es el único que sabe que no pueden salir de allí, aunque está en el lugar más peligroso del mundo ahora. Alexandra también lo sabe, pero su conocimiento no le será de utilidad hasta que despierte de la anestesia, y para ello faltan todavía un par de horas. La mira de nuevo y desea que hubiera muerto de peritonitis antes de que los médicos se dieran cuenta de lo que le pasaba en realidad. Está seguro de que, sea como sea, no va a haber supervivientes en el hospital.

- Se supone que esto tiene que ser seguro – oye sollozar a una mujer. A su hijo acaban de atravesarle el cráneo con el soporte de un gotero -. Por eso vinimos aquí, porque tienen medicinas, porque podían curarle…

- La muerte no se cura, señora – interrumpe Ángel con una voz que ni siquiera le parece la suya -. Su hijo ya estaba muerto antes de llegar. Se le murió en casa hace dos días, ¿es que no se dio cuenta?

- Creí que… - musita ella, entre la tristeza y la vergüenza -. Creí que Dios me lo había devuelto.

- Esta mujer es estúpida – escupe la muchacha que tiene al lado y que no hace más que amontonar los materiales de la habitación -. Su ignorancia y la de gente como usted es lo que convierte los hospitales en tumbas cuando hay epidemias como ésta.

Ángel la mira detenidamente. Era la primera vez que habla y, después del pánico inicial y de haber conseguido atorar las puertas de la UCI, consigue ver un patrón racional en lo que está haciendo.

- Lo sabes – dice, con su mirada fija en ella.

- Veo que no soy la única – responde sin dejar de apilar jeringas, bandejas y todo tipo de material -. ¿Conoces el plan?

- No mucho – admite Ángel. Alguna vez, cuando leía cuentos de miedo, había pensado en aquellas cosas: un plan de supervivencia para eventualidades que no deberían de pasar jamás; o había jugado con Alexandra a ver a quién se le ocurría la mejor estrategia, pero nunca se lo habían tomado en serio. Parece que hay quien sí lo ha hecho -. Sólo recuerdo las provisiones, armas y munición, huir de la ciudad, refugiarse en sitios altos…

- Olvídate de eso, chaval – masculla ella, mirándole durante un segundo -: estamos atrapados en un maldito hospital. Aquí no va a sobrevivir nadie.

- ¿Se puede saber de qué demonios estáis hablando?

El tipo es tan grande que su cuerpo impide que Ángel vea a la chica. Es el que se ha cargado al zombie antes. Ha ido todo tan rápido que no está seguro de cómo han conseguido cerrar las puertas de aquella zona de la UCI sin que entrara ninguno de los cadáveres, que venían arrastrando los pies por el pasillo y profiriendo sus aullidos desarticulados. Entonces el hijo de la señora ha empezado a imitar sus sonidos, a sacar los dientes, a babear y a intentar alcanzar con los brazos la cabeza de su madre. Ángel ha cogido el soporte del gotero al lado de la camilla de la que se ha levantado y se lo ha tirado al gigante, gritándole que le atravesara el cráneo. El tío lo ha hecho. Luego se ha apartado, sentado en una de las sillas de visitas y callado hasta este preciso instante.

- Si alguno de vosotros sabe de qué coño va todo esto – pronuncia con tono amenazante – que lo diga de una puta vez.

- Zombies - le suelta la chica sin mirarle siquiera a la cara -. Muertos andantes, cadáveres revividos, moradores de las tumbas, chupa-cerebros, caminantes, bichos, la última plaga, los jinetes del Apocalipsis, sólo que a pata… ¿hace falta que siga?

El tipo abre la boca para decir algo, pero prefiere callarse. Ni siquiera sabe cómo empezar a decirle lo tremendamente estúpidas que le han sonado sus palabras, pero no hace falta. Ella lo sabe.

- Créetelo o no te lo creas – le espeta, levantándose del suelo -. No podría importarme menos.

- ¿Con qué armas vamos a hacerles frente? – pregunta una vocecilla proveniente de una esquina de la habitación. Ángel y la chica se giran. El gigante cierra los ojos con pesar.

Se trata de un hombre mayor, casi ciego a juzgar por su mirada vaga. Todavía está sentado en la camilla.

- Un placer contar con un valiente – dice la chica, pero no hay burla en su expresión -. ¿Cómo se llama, abuelo?

- Martín. ¿Y tú, jovencita?

- Ariadna –. Se acerca un poco y le mira durante unos instantes -. ¿En qué guerra luchó?

- En la civil – responde el anciano con una sonrisa afligida -. ¿Y tú?

- En cualquiera que haya habido durante los últimos cinco años en África –. El abuelo asiente, levantando la mano para dársela -. Trabajo de escolta para una ONG, o lo hacía hasta esta mañana… - aclara tras el apretón de manos.

- Entonces – insiste el anciano -, ¿con qué contamos?

- Cuatro mierdas, señor Martín, si he de serle franca – le responde. El gigante se ha situado justo detrás de ella y la escucha como si fuera a revelarle un secreto -. Los soportes de las sondas han conseguido atravesar un cráneo, pero no me fiaría demasiado.

Se calla durante un instante. La madre ha empezado a sollozar de nuevo y se ha retirado aún más del cadáver, cuyo olor empieza a ser insoportable.

- Jeringas, agujas, sondas… todo demasiado corto y demasiado frágil. Hay chismes de acero, pero sólo nos servirán para reforzar la barricada; es inútil: acabarán entrando.

- Puede que no – suelta de repente un hombre de mediana edad en el que Ángel ni siquiera había reparado. Estaba recostado sobre una silla al lado de la cama de su esposa inconsciente, y no había pronunciado palabra. Tiene los ojos rojos, como de haber estado llorando todo el rato, y la voz ronca por el esfuerzo de hablar -. Puede que, si aguantamos lo suficiente, nos vengan a buscar. Tienen que saber que queda gente viva dentro, ¡tendrán que verificarlo!

- ¿Verificarlo? – le suelta Ángel tras mirar durante unos segundos a Alexandra -. Si tenemos suerte a estas horas ya habrán cerrado la ciudad y dentro de no muchas destruirán todo lo que esté dentro de la zona de cuarentena con armamento nuclear. Espero que tengamos suerte…

- ¡No digas eso! – chilla el hombre con una voz que parece rasgarle las cuerdas vocales -. ¡No seas tan cínico, hijo! Nos vendrán a buscar.

- No se engañe, señor – le corrige Ariadna -; aquí los únicos que van a venir son los muertos. Nosotros estamos condenados.

- Pero debe de haber una manera de salir – susurra el gigante. La mano del anciano se agarra fuertemente a la suya y Ángel se da cuenta de que puede que sea su abuelo. Agarra la mano de Alexandra -. No podemos rendirnos.

- Y no lo haremos – susurra Ariadna -. Pero tenemos que asumir que sólo hay dos maneras de salir de aquí: muertos de verdad o como caminantes.

Se miran los unos a los otros. Todos saben qué ha querido decir con aquello. La madre del primer zombie acaba de desmayarse, Alexandra y la esposa del hombre de mediana edad están todavía inconscientes y puede que no despierten jamás, él llora abrazado a su pecho mientras Ángel aprieta fuertemente la mano de su hermana, igual que el gigante aprieta la de su abuelo, que no deja de palmearle la espalda. Está a punto de llorar, como los demás.

Ariadna se agacha de nuevo hacia el suelo y levanta una bandeja con ocho jeringas llenas y preparadas. Todos saben que es la única manera de escapar.