5.11.2011

De manos

Acabo de encontrarme, en una de esas carpetas olvidadas del ordenador, una serie de micros inspirados por fotos, que realicé en el curso de narrativa. Se trataba de contar un todo a partir de una parte, en este caso, la mano. Os dejo con una selección de ellos, mientras sigo con zombies y terror diverso ^^

Fui a muchísimos colegios cuando era un niño. Supongo que de ahí viene mi desarraigo. Pero, fuera donde fuera, siempre había algo que no podía soportar y eran aquellas maestreas, no todas, sino las jóvenes, guapas, vestidas de marca, con maridos igual de jóvenes y con trabajos de títulos rimbombantes, que sólo eran profesoras para no decir que eran amas de casa. Aquellas mujeres, que no sentían ninguna pasión por la enseñanza, que se levantaban dos horas antes de ir al trabajo, no para corregir exámenes de los alumnos (en el margen de los cuales siempre ponían caritas de humor acorde con la nota), sino para pintarse y maquillarse, para reconstruirse una cara que no tendría que haber necesitado reconstrucción.

Las odiaba. Las odio. No hay nada que pueda hacer al respecto.

Lo que más detestaba de ellas, sin embargo, eran sus manos. Aquellas manos suaves y delicadas, prueba fehaciente de que, para ellas, el trabajo era algo que sucedía a los demás. Aquellas uñas, a veces postizas, a veces naturales, pero siempre demasiado largas y bien limadas, siempre decoradas con toda clase de motivos o lacadas de colores que debieran de haberse abolido, siempre demasiado cercanas. Odiaba el roce de aquellas extensiones espantosas, el ruido que hacían al repicar en la mesa cuando esperaban a que acabáramos la tarea o el examen, el chirrido horripilante que proferían al deslizarse por la superficie de la pizarra cuando estaban enfadadas.

Aquel tipo de maestras fueron siempre mi pesadilla, la razón de mi desilusión hacia la vida y hacia la enseñanza. Aquellas manos de uñas imposibles, repugnantes y anormales me martirizaron en sueños y en vela durante todos los años de mi niñez.

Supongo que es por eso que ahora, después de acabar con ellas, conservo esa parte de su cuerpo para mi colección.

Marcos y Núria se conocieron en terapia. No se parecían en nada, salvo en el severo trastorno que les había llevado hasta allí.

Núria era una chica mona, un poco pija, de buena familia y bastante estudiosa. No le gustaba ningún tipo de música en especial, ni ningún tipo de cine en especial, ni ningún tipo de libro en especial, por mucho que saliera de fiesta, fuese al cine o leyera en casa. Simplemente, se dejaba llevar por lo que elegía la mayoría. Y era completamente feliz con ello. Marcos, en cambio, era un espíritu libre, un freak, como solían llamar a este tipo de chicos las amigas de ella. Iba tatuado de pies a cabeza, llevaba ropa pasada de moda, o a la que la moda jamás había considerado, tenía gustos muy específicos en cuanto a todas las artes y no toleraba que nadie le dijera qué debía hacer ni cómo debía comportarse.

Lo suyo no podía funcionar de ninguna manera, ni en este universo ni en cualquiera de los otros ocho universos alternativos que Marcos sabía que existían y que Núria negaba con las cejas arqueadas. Sin embargo, sólo ellos dos podían comprender el asco que sentía el otro ante la idea de tocar su propia ropa sucia o por qué se lavaba las manos hasta que se le despellejaban. Y eso, en aquél momento de sus vidas, era lo que importaba.


José no sabía lo que era; de hecho, jamás hubiera llegado a la conclusión, él sólo, de lo significaba en realidad. Por suerte, el padre Victorio era un alma buena y caritativa, y le estaba ayudando.

Él decía que era una bendición, una señal de la grandeza de Dios, un auténtico milagro. José, como siempre, no sabía encontrar las palabras. Le decía al padre que, a veces, era como si la mano no le obedeciera, como si actuara por su propia voluntad. Entonces el padre Victorio le cogía por el hombro y le llamaba hijo y le decía que, si no tenía voluntad sobre su mano, era porque ésta estaba dominada por un poder superior.

¡Pero cuidado! Porque el diablo, el gran enemigo, el perfecto embaucador, Satanás, estaba siempre al acecho y podía aprovecharse de su débil voluntad. Por eso el padre Victorio consideraba una bendición el haber sido el primero en tener noticia de esa circunstancia, pues él y sólo él podía guiarle por el camino de la verdad y hacer que su mano, que no le obedecía, sirviera a los propósitos de Dios.

José iba a dejar de torturar a animales en el bosque y se encargaría de la voluntad del señor, que convenientemente descifraría el padre Victorio. De los cuerpos, también iba a encargarse él.