La verdad, todo hay que decirlo, es que llevo unos días poco inspirada y, aunque he escrito cosas que han valido la pena (y que guardo como oro en paño), las Navidades no son mi época más prolífica (será por todo este ambiente desagradable de compra compulsiva y nerviosismo generalizado XDD). Seguramente, ahora que lo pienso, tenga ésto algo que ver con el tono del relato que sigue.
Vosotros juzgáis o no, aunque siempre es grato saber que leéis ^^
Título: Apariencia
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 914
Género: narración
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.
La calle Brahms era un sitio que sorprendía a los sentidos. Y no hablo de sorpresa en su acepción más agradable, como la sorpresa de amanecer antes que el sol, ir a la cocina a por un vaso de agua y encontrar el comedor inundado de regalos. No. Lo sorprendente de la calle Brahms, lo que la definía y la definirá hasta el fin de los tiempos, es que era la imagen, el olor, el tacto, el sabor y el sonido de la más absoluta repugnancia.
Alargada y serpenteante, la calle se adentraba y cruzaba de punta a punta el barrio más peligroso, sucio y miserable de cuantos hubiere en la ciudad. Sus adoquines resquebrajados y tambaleantes propagaban el eco de los pasos de traficantes y prostitutas, y precipitaban al suelo a vagabundos y transeúntes, que manchaban sus negras losas con la sangre y el vino de sus bocas. Las aceras imperceptibles acogían los vehículos de toda clase de maleantes, que se detenían en plena calle a cualquier hora del día o de la noche para llevar a cabo robos, asesinatos, violaciones y toda suerte de fechorías.
Los disparos, gritos, insultos, improperios, golpes, bocinazos y el sonido de cristaleras desplomándose contra los suelos hechas añicos componían la banda sonora que acompañaba la vida en la calle Brahms. El olor que la distinguía mezclaba sangre, sudor, vino y orina.
Ése era el barrio, la calle y el hogar en el que vivía y trabajaba la dulce Meribet. Su nombre, sacado de un culebrón televisivo por su madre y aceptado a regañadientes por un padre que en su casa jamás tendría voz ni voto, le había acabado proporcionando grandes beneficios en su profesión, pues todos sus clientes asumían que se trataba de un seudónimo y ninguno jamás conseguía sonsacarle su nombre real.
Meribet se paseaba por la calle Brahms, arriba y abajo todo el día, buscando clientes que le dieran, a cambio de una mano experta, el dinero suficiente como para comer, pagar un techo y alimentar a su hijo. La mayoría eran malhechores, por supuesto, venidos de todas partes de la ciudad. Deseaban un alivio de sus penas, sino la absolución ficticia de sus pecados que podía proporcionarles el oficio de la dama. Y ella era realmente buena en eso.
Había otras, por supuesto, que competían con sus habilidades por los clientes. Pero Meribet tenía un arte, un saber hacer, que les faltaba a la mayoría de ellas y a gran parte de ellos. El oficio era difícil, a pesar de todo, pues los hombres solían ser duros competidores y más de un mes y de dos, Meribet había tenido que ofrecer otra clase de servicios además de los que le eran propios para conseguir el dinero suficiente para seguir adelante.
El lugar de trabajo de Meribet era su propia casa, a penas treinta metros cuadrados de piso en un bloque de edificios que se perdía en el cielo, tapando el sol de la vista de cualquier transeúnte de la calle Brahms. Una habitación mugrienta y mal iluminada le servía como lugar de reuniones donde llevar a cabo el intercambio con sus clientes. Desgraciadamente, no le proporcionaba la intimidad suficiente como para no oír la televisión que Marcos, harto de las constantes idas y venidas de su madre con todo aquél elenco de tiparracos a su casa, se empeñaba en subir de volumen cada cinco minutos.
Las visitas solían ser cortas aunque constantes. Había clientes que llevaban acudiendo a casa de Meribet más de diez años, incluso antes de que Marcos hubiera nacido. Él no sabía quién era su padre, como tampoco lo sabía Meribet o, almenos, eso decía ella. Marcos tenía la extraña sospecha y el sueño de que su madre sí lo sabía, y de que su progenitor era un hombre de bien, alguien que había caído por error en las garras de su madre y su pérfido negocio y que había sabido huir a tiempo, alguien que vivía muy lejos de la calle Brahms y toda su inmundicia y que un día iría a buscarle y se lo llevaría a un lugar mejor.
Marcos solía soñar despierto, con la televisión a todo volumen mientras su madre atendía a algún cliente o a dos o tres a la vez en su sala de reuniones, acerca de ese lugar mejor. Soñaba con edificios altos, pero no tanto como para tapar la luz del sol y el azul del cielo. Soñaba con una casa grande, bonita, soleada, bien decorada, con las paredes pintadas de blanco o azul en vez de empapeladas de verde; con sillas y sofás mullidos en vez de muebles de madera vieja; con mesas familiares en vez de escritorios con cajones; con radiadores que funcionaran de verdad en cada habitación en vez de una chimenea inútil plantada en medio del salón.
Los ruidos, gritos y golpeteos en la sala donde su madre atendía a los clientes se convertían en música en los sueños de Marcos, en los que él siempre estaba con su padre, un hombre de bien, un hombre con un oficio digno como el de lampista, mecánico, tendero o barrendero. Porque en los sueños de Marcos, su padre era ése héroe que le apartaba de Meribet y de la maldad que reinaba en la calle Brahms, y lo llevaba a ese lugar especial, ese sitio diferente que cubría la inmundicia con un velo de inocencia, donde los traficantes se llamaban ejecutivos; los maleantes, hombres de negocios, y las prostitutas, abogados.