No puedo apagar la luz. Si lo hago, la ventana me devolverá la terrible imagen que me persigue desde la primera noche que pasé en este piso.
Al principio pensé que era solo un efecto óptico, un truco de luz y sombras, de humo y espejos, producto del cansancio y de los viejos cristales mellados del antiguo apartamento en el que me acababa de mudar. Pero no era así; las noches pasaban y, cada vez que apagaba las luces, aquel rostro fantasmagórico me devolvía la mirada con una sonrisa retorcida que me ponía los pelos de punta.
Pronto me convencí de que una extraña y maligna presencia cohabitaba conmigo en aquel piso, hasta que llegó un día en el que salir de casa, sin saber qué podría estar haciendo el endemoniado ser en mi ausencia, me resultó insoportable. De modo que decidí cerrarlo todo a cal y canto y vigilarlo.
Ahora vivo en una cárcel en la que nunca anochece, aterrorizada por la presencia invisible que me persigue por las ventanas, esperando el momento en el que se apague la luz y vuelva a ver mi propio rostro enloquecido, mirándome a los ojos desde el reflejo sobre el cristal.