10.01.2010

Nuevos ejercicios

He aquí un pequeño ejercicio del curso de narrativa, que he retomado hace poco. Se trataba de escribir una historia sobre un piso, vivienda, casa... y todos los habitantes que ha tenido. No sé cómo titularla, así que la dejo tal cual y espero que a éste sigan muchos más de los ejercicios de este curso, aunque la pereza de actualizar es algo de lo que me cuesta desprenderme ^^

Título: Ejercicio 14
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 2835
Género: narración
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.

No era que la cosa no se viera a venir, al contrario, pero el día en que ocurrió, todo el vecindario se reunió con expresión desconcertada alrededor de la vivienda. Había sido un piso viejo, ya pasado de moda incluso cuando fue construido, pero poco más se podía hacer para apañar un edificio en un lugar tan atiborrado. Había escaleras por todas partes y el patio de cada casa estaba situado a la misma altura, de modo que unos subían, otros bajaban y todos acababan encontrándose en la primera planta para tender la ropa, tomar el sol o regar las plantas. Eso sí, cada uno dentro de su espacio vallado.

El primer piso en particular era el que ahora mismo estaba registrando la policía, tras retirar el cadáver. Lara seguía sentada en una de las sillas del comedor, cuyo cojín estaba deshilachado y agujereado por las uñas del gato, llorando desconsoladamente a la vez que juraba y perjuraba a los dos agentes que la custodiaban que ella no había matado al señor Ramiro ni nadie.

Los agentes, sin embargo, no lo tenían nada claro.

El señor Ramiro era un anciano, un hombre de los de antes: senil, salido y bastante insensible, grosero, poco aseado y machista hasta un extremo irritante. Sólo había accedido a alquilarle su antiguo piso a Lara cuando acudió su padre para avalarla. Lara hubiera querido que el aval fuera su madre, ya que hacía más de ocho años que no se hablaba con su padre, nada más que para felicitarle las Navidades. Pero el señor Ramiro no iba a claudicar: que una mujer tuviera la independencia económica suficiente como para avalar a su hija en un alquiler le resultaba impensable. De manera que Lara se tuvo que resignar, coger el teléfono y pedirle aquel pequeño favor a su padre. Después de aquello y ya que Lara conseguía pagar el alquiler cada mes sin retrasarse, ella y su padre volvieron a dejar de hablarse.

El que no dejó de hablar, sin embargo, fue el señor Ramiro, que conservó una llave de la vivienda hasta que un día, sin más ni más, el novio desnudo de Lara le encontró merodeando por la casa.

Ni que decir tiene que el señor Ramiro puso el grito en el cielo, no tanto porque Víctor se paseara desnudo por la casa como porque Lara se estuviera viendo de manera íntima con un hombre sin estar casada. Después de aquello, el señor Ramiro quiso dejar de alquilarle el piso, pero el contrato legal decía que tendría que aguantarse hasta al cabo de cinco años, así se lo dijo su abogado. Lara por su parte se fue directa a la comisaría de policía a denunciarle por acoso y cambió las cerraduras de la casa aquella misma tarde.

Y ahí fue, sin más ni más, donde empezaron los problemas.

El señor Ramiro estaba disgustado y Lara, furibunda. Ella decía, no sin razón, que era su casa, que se la había alquilado y que tenía derecho a hacer en ella lo que le diera la gana siempre y cuando no estropeara nada. Él, por su parte, decía que la casa era suya, que se había equivocado al alquilársela, y que no iba a permitir que la vivienda que había compartido con su esposa durante toda su vida y en la que habían vivido sus padres y sus abuelos antes, se convirtiera en Sodoma y Gomorra por culpa de Lara.

En el edificio donde vivían el señor Ramiro y Lara había cuatro viviendas, portería a parte. Arriba del todo vivía un ejecutivo, que casi nunca estaba. Ocasionalmente se veía entrar y salir de su casa a mujeres, siempre diferentes, por la mañana o un poco después de medianoche. Sin duda eran profesionales, aunque con muy buen gusto, sobre todo en lo que se refería a ropa. Sin embargo, eso al señor Ramiro no parecía molestarle. ¿Por qué iba a hacerlo? El joven era un hombre, y además adinerado, y todo el mundo sabía que un hombre tiene ciertas necesidades y no necesita dar explicaciones a nadie. Aquello, a Lara, la sacaba de quicio. No lo que hiciera el vecino de arriba, que no le importaba para nada, sino la doble moral del señor Ramiro a la hora de ver esa clase de cosas.

Un piso más abajo de aquél, vivían cuatro estudiantes: tres chicas y un chico. Eran tranquilos, simpáticos y sociables y rápidamente congeniaron con Lara. Solían salir los fines de semana hasta tarde e ir a clase muy temprano los días laborables, de modo que apenas coincidían con el señor Ramiro, a quien saltaba a la vista que no le hacían ninguna gracia. Aun así, lo único que podía hacer era criticarles por la espalda. El piso era propiedad de una fundación, cuyo administrador había decidido no recibir más recados ni atender a más llamadas de aquel cansino individuo. De modo que, sin nadie a quien poder quejarse, el señor Ramiro se limitaba a insultarles disimuladamente cada rara vez que se cruzaban por la escalera y a hablar mal de ellos en la plaza y el supermercado.

El siguiente piso era el de Lara, que había pertenecido a la familia del señor Ramiro desde hacía años. Él vivía en el de abajo, que también era de su familia. Se mudaron allí cuando su esposa enfermó y él empezó a hacerse demasiado viejo como para subir tantas escaleras y, al morir ella y quedarse con todavía menos pensión y sin nadie que supiera administrarle el dinero, decidió alquilarlo.

Antes de que comenzaran entre ellos los problemas, justo cuando el padre de Lara acudió para la firma del contrato, el señor Ramiro les estuvo contando su vida y milagros, la mayoría acontecidos en aquella casa. Les dijo que, de hecho, había sido la familia de su abuela, en concreto su padre, el que había pagado para que la finca fuese construida. En aquél tiempo el hombre tenía cuatro hijas (¡menuda desgracia!), pero el dinero no le faltaba. De modo que, cuando la más pequeña tuvo la edad, decidió que ya era hora de que todas se casaran. Lógicamente, si tenía dinero era sobre todo porque no lo gastaba, de modo que se le ocurrió que hacer construir un edificio con un piso para cada pareja le saldría más a cuenta que pagar la dote de cada una a su marido por separado. Mucho más si la boda se hacía conjunta.

De aquella manera, las cuatro hijas se acabaron casando, con trajes heredados de sus suegras, en la misma iglesia abarrotada y viviendo en el mismo edificio, como si nunca hubieran salido de casa de sus padres.

Los abuelos del señor Ramiro tuvieron dos hijas. Su abuelo se hubiera enfadado, claro, pero parecía que lo de no tener varones venía de familia y pensó que lo mejor para no tener que tirar el dinero sería hacer de sus hijas unas solteronas. Eso daba lugar a un problema de patrimonio, claro, que acabó solucionándose cuando una de las hermanas de la abuela y su marido murieron en un accidente de barco sin dejar ninguna descendencia. Hacía muchos años, cuando las hermanas y sus maridos habían recibido la finca, se acordó que, si uno de los pisos quedaba vacío, se entregaría al primer varón nacido en la familia o, en su defecto, a la primera hija que casara.

La carrera fue cruel y, para una de las primas de la madre del señor Ramiro, nefasta. Tía Olivia murió en una recepción de los condes de la ciudad cuando, presionada por sus padres para ser la primera en casarse y heredar la casa, el excesivo constreñimiento de su corsé consiguió ahogarla.

Después de penas y esfuerzos, al cabo un año y poco más, la madre de Ramiro resultó ser la afortunada. Casó con un hombre adinerado, que trabajaba en el puerto, y heredaron la casa de encima de la de sus padres. Su hermana se quedó soltera y vivió en el piso de los abuelos hasta que pasó a mejor vida, mientras que las hijas de sus tíos se fueron marchando del edificio a medida que encontraban marido. Cuando las hermanas de la abuela del señor Ramiro y sus maridos fallecieron, sus casas pasaron a manos de los maridos de sus hijas, que las vendieron a una inmobiliaria ahora que el mercado estaba en auge.

El señor Ramiro pensaba a veces que su padre debería de haber hecho lo mismo con el otro piso cuando murió la hermana de su madre, pero era un hombre muy conservador y, de haber podido, habría mantenido la finca entera bajo el nombre del mismo propietario.

Sus padres habían tenido muchos hijos. Sin embargo y por desgracia, ninguno de ellos había pasado de los tres años. Las gemelas, las primeras en nacer, murieron al año de muerte súbita. Su madre cayó en una depresión, pero su padre no le permitió descanso. Quería un heredero y no podía hacerlo si ella no cooperaba. De modo que siguieron intentándolo. Hasta que nació su primera hermana, otros cinco se le murieron en el vientre o en la sala de parto. La señora Adela ya no podía más, incluso había amenazado con tirarse por la ventana, y su marido le prometió que aquella vez sería la última que lo intentaran. Afortunadamente, la niña que tuvieron sobrevivió al año. Entonces su madre le puso el nombre de Ángela e incluso se animó a tentar a la suerte y probar de nuevo a tener más descendencia.

Aquella vez fue el señor Ramiro quien nació, pero Ángela no llegó a cumplir los tres años. Desde que ella murió, la madre del señor Ramiro le trató como a un extraño, con una frialdad inusitada, de manera que se podía decir que, en cierto modo, sólo tuvo padre. En aquellos días, sin embargo, su padre tampoco solía ser lo que había sido: bebía mucho, jugaba demasiado y, como su mujer le hacía enfadar, de vez en cuando tenía que enseñarla. Eso, de pasada, lo aprendió también el pequeño Ramiro, que creció sabiendo cuál era el lugar que le pertenecía a una mujer en una casa.

Aquello, sin embargo, no se lo contó a su propia esposa hasta que estuvieron casados y se hubieron mudado a casa de sus padres. Ellos pasaron a ocupar el piso de abajo y no dejaron de pinchar y pinchar para tener nietos cuanto antes. Aun así, de la misma manera que el señor Ramiro no le había contado a su mujer, Claudia, que tendría que dejar sus estudios y dedicarse a la casa una vez hechos marido y mujer porque él así lo mandaba, lo que ella no le había contado era que, a causa de un accidente de la naturaleza, jamás había tenido el periodo, con lo que no podría quedar nunca embarazada. Y no era que el señor Ramiro no lo intentara ni que sus padres no siguieran presionándoles, simplemente era que la naturaleza no lo había querido así y que la señora Claudia creyó oportuno callárselo.

De aquella manera vivieron durante años, la una callada y resentida por haber tenido que abandonar sus estudios, por no poder trabajar y verse encadenada a una casa que siempre sería más de su suegra que de ella (hasta que ésta muriese, claro), y el otro enfadado y desconcertado por su incapacidad de crear vida en el vientre de su esposa.

Hasta que llegó el día de la bofetada.

La señora Claudia estaba hablando con una vecina, una de las alquiladas, como decía su marido, cuando la puerta de la casa se cerró por un golpe de aire y la cazuela con el cocido se quedó hirviendo dentro. Ella, que no tenía más llaves porque su marido le había prohibido tajantemente que diera una copia a ninguna de las vecinas y que había extraviado “no sabía dónde” las del piso, ahora vacío, que habían ocupado sus padres, tuvo que esperar hasta que él volviera a la hora de comer para abrirle la puerta.

Cuando entraron, el olor a quemado era algo insoportable. La señora Claudia se afanó en apagar el fuego y abrir las ventanas, pero su marido, molesto con ella por haber quemado el cocido, por hablar con la vecina, por no tener la comida hecha, por ser una holgazana y por no quedarse preñada, le pegó un bofetón en la cara. La señora Claudia se quedó aturdida, confundida, ofendida y magullada, de modo que se puso a gritarle. Aquella tarde salió del hospital con tres puntos en la ceja y la muñeca vendada y volvió a su casa porque, sin trabajar y sin estudios, con sus padres muertos y sus hermanas fuera ¿dónde más podía ir a parar?

De manera que aquella fue la tónica de su vida desde aquél momento hasta que se puso enferma y tuvieron que mudarse al piso de abajo. Ella cobraba una pensión ridícula y la del señor Ramiro tampoco daba para tanto, pero las sabía administrar, aunque ella no dejaba de pedirle que alquilaran el piso de arriba, los dos si hacía falta, y se fueran a un sitio de montaña, donde le tocara el aire y no hubiera aquella humedad terrible que le retorcía las manos. Pero aquella era la casa del señor Ramiro, la de sus padres y sus abuelos, y no quiso claudicar.

Cuando murió la señora Claudia, sin embargo, se dio cuenta de que no podría seguir viviendo, bebiendo, comiendo carne cada día y yendo a las casas de citas los fines de semana a no ser que alquilara el apartamento (aunque eso último no se lo contó a Lara ni a su padre), de modo que no tuvo más remedio que arrendarlo.

Sin embargo, desde el día en que empezó a tener problemas con Lara, o más bien a causárselos, todo el mundo supo que aquello acabaría mal.

Los dos policías seguían mirando a Lara, tomándole declaración, aunque después de dos veces de contar la misma historia, empezaban a creer que ella realmente no era la culpable.

El señor Ramiro había vuelto a despertarla aquella mañana, dijo Lara. Sólo que esa vez, en lugar de echarle cubos de agua a la terraza para mojarle la ropa, poner la COPE a todo trapo debajo de su habitación o picar con un martillo a la puerta de entrada, había decidido reventarla. Lara había oído el disparo como si se hubiera producido justo a su lado. Se había levantado sobresaltada, tapándose con la bata antes de ir corriendo a ver qué había pasado. El señor Ramiro estaba en medio del recibidor, escopeta en mano y en la puerta, tras él, había un agujero del tamaño de una pelota de básquet.

Lara empezó a chillar. Los vecinos de arriba, que ahora estaban prestando declaración a otro agente junto a la puerta agujereada, salieron a la escalera o se asomaron por el patio. Víctor salió hecho una fiera de la ducha, con la toalla en la cintura y el pelo chorreando y empezó a gritarle.

Todo ocurrió muy rápido.

El señor Ramiro quiso volver a cargar la escopeta, pero el cartucho se le había caído junto a la entrada. Maldijo e insultó a Lara mientras Víctor se ponía entre ellos y le decía que llamara a la policía. Entonces Lara fue a buscar su teléfono móvil y, cuando volvió a la entrada, Víctor y el señor Ramiro estaban forcejeando, el uno para abrir la puerta y el otro para cerrarla. Finalmente, el señor Ramiro se dio por vencido y Víctor consiguió dar un portazo, pero la cerradura estaba estropeada por el disparo y no iba a poder echar la llave, de manera que se acercó al mueble del recibidor y, con la ayuda de Lara, empezó a moverlo para bloquear la entrada.

Entonces sonó un disparo y el cartucho pasó rozando el hombro de Víctor, que se echó al suelo y empezó a gritar. Los vecinos de arriba, el ejecutivo y dos de los estudiantes, que estaban con resaca, bajaron a intentar detenerle, pero antes de que llegaran, Lara había ido hacia él y había abierto la puerta, gritándole si estaba loco de remate. En aquel instante, el señor Ramiro le cruzó la cara de una bofetada, luego puso una expresión de terror profundo, dejó caer la escopeta al suelo y se echó unos pasos para atrás. Tanto el ejecutivo como los dos estudiantes aseguraban que Lara ni siquiera le había puesto la mano encima, que el viejo simplemente se había echado atrás muerto de miedo, de no se sabía muy bien qué, con la mala suerte de haberse encontrado con el final del escalón, precipitándose como una pelota escaleras abajo.

Se había roto varias costillas, huesos de brazos y piernas y, sobre todo, se había fracturado el cráneo. Estaba tan muerto como su esposa, como su madre, sus tías, su abuela y todas sus hermanas, a las que vio con expresión furibunda y corporescencia translúcida detrás de Lara, justo antes de dar unos pasos hacia atrás.

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