Título: Ser
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 1154
Género: misterio, terror (muy light), romántico (pero romántico de Bécquer, para entendernos)
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.
SER
Fuera hace frío y me pregunto qué hago aquí. Apenas puedo recordar el calor del sol en mi piel o el verdadero color de las cosas. Me despierto cada noche aullando de dolor en mi cama dura y helada, escondida del mundo a la vez como siempre y como nunca. Y lo único en lo que puedo pensar es en el hambre que me consume.
Nunca fui una persona alegre, ni siquiera sé si fui feliz. Supongo que sí, a veces, a mi manera. Siempre tuve la sensación de que, cuanta más gente me rodeaba, más sola me sentía. Pensaba que un día perdería la razón, que enloquecería irremediable e irreversiblemente y, a decir verdad, no me importaba si la recompensa por ello era cierta dosis de genialidad. Nunca pensé que la locura llegaría antes que la recompensa, ni que mi vida acabaría antes de empezar.
Mi infancia no fue nada del otro mundo: jugaba en la calle, iba a la escuela, tenía amigos, mis padres me querían… Ni siquiera tuve una adolescencia remarcablemente traumática. Mi único problema era la mediocridad. Odiaba la idea de no destacar en nada, de tener una vida estándar como todos los demás. Y me aterrorizaba conformarme con ello. Envidiaba en secreto los delirios de Van Gogh, la soledad de Lovecraft, la sociopatía de Nietzsche, porque, creía entonces, que era lo que les había dado su visión genial del mundo y de la vida, su salida de la mediocridad. Y ese era mu sueño.
Ahora ya no duermo; no hay imágenes que vengan a mí cuando cierro los ojos ni anhelos en mi mente que no pueda alcanzar. He salido de la mediocridad, me he convertido en uno de los seres más fantásticos que pueblan la tierra, pero no soy feliz.
Recuerdo que siempre detesté las cosas fáciles de la vida: levantarme cada mañana, ducharme, desayunar, ir al trabajo… Los retos, en cambio, me fascinaban y me llenaban de vida. En cuanto pude salir de casa, vagué por el mundo con una mano delante y otra detrás, con la mochila al hombro y sin ningún propósito claro a parte de huir del tedio y el hastío de una rutina insatisfactoria con la que casi todo el mundo parecía conforme; una vida sin emoción. Cada vez que me cansaba de un sitio, pagaba al casero un mes más por las molestias, recogía mis bártulos y me marchaba ese mismo día a otra ciudad, otro país, a donde fuera. Hasta que encontré el amor, y él me llevó a otro mundo, me encadenó a él y tiró las llaves.
Nunca he necesitado huir tanto como ahora, pero ya no puedo hacerlo.
Era primavera. Sé que a alguna gente le gusta. A mí no me acababa de sentar del todo bien: tenía cambios de humor, sufría resfriados que nunca se curaban del todo, me sacudían horribles ataques de alergia, se me mojaba la ropa en el tendedero y nunca sabía qué ponerme para salir a la calle.
Tenía uno de esos días en los que crees que todo es una mierda, que nada te sale bien y que el pozo es tan profundo como tus ganas de salir de él, pero no hay escalera por la que subir, ni cuerda por la que trepar, y el exterior parece cada vez más oscuro y lejano. Así que, como de costumbre, me preparé la comida, me pinté los labios, clavé en mi cara la sonrisa de pega y me fui a trabajar. Cuando acabó mi turno, a ciudad estaba a oscuras. El día había acabado, pero eso no consiguió animarme.
- No hay razón – dijo de repente un voz tras de mí en la calle desierta mientras volvía andando a casa – para estar tan triste.
Me volví despacio, la llave de mi apartamento sujeta como un pincho entre el índice y el corazón, mi corazón en la garganta, latiendo enloquecidamente. Él sonrió, se quitó el sombrero y unos mechones de pelo oscuro y brillante se deslizaron sobre su rostro cuando inclinó la cabeza para saludarme. Había un brillo extraño en sus ojos, y mi mundo se detuvo un instante en su sonrisa.
- No estoy triste – balbuceé, pero la mentira se rió de mis palabras.
Él se acercó a mí y me tendió la mano pronunciando su nombre en un susurro. Sus ojos, ni verdes ni azules, ni grises ni negros, ni brillantes ni apagados, se clavaron en los míos y sentí el rubor invadir cada centímetro de mi rostro. Solté su mano fría como si me hubiera electrocutado y le espeté las buenas noches mientras echaba a andar de nuevo con paso marcial hacia mi casa.
No volví a verle hasta al cabo de una semana, pero entonces ya me había enamorado de él. Su dulzura me parecía encantadora; su encanto, de otro mundo, y todo su ser parecía arrancarme de las fauces de la tristeza y la mediocridad en la que me había sumido.
Recorrí por un tiempo el mundo a su lado, disfrutando de las horas, los minutos, los segundos que pasábamos juntos. Íbamos a fiestas, a conciertos, conocíamos a gente famosa o interesante y, a menudo, ambas cosas. Él se había convertido en mi locura genial, en mi pasaporte al mundo fantástico con el que siempre había soñado y, un día, se dio cuenta de ello.
El sol se había puesto tras las almenas del hotel que un día fue un magnífico castillo y él apareció de repente, con calma, como surgido de un sueño a duras penas recordado. Le ofrecí vino, como siempre, y como siempre lo rechazó. Me sonrió y me dijo que aquella noche iba a ser eterna. Y no mintió.
Su beso fue cálido al principio, luego doloroso, húmedo, aterrador y apasionado, frío, triste, melancólico, culpable, desesperado, vencido. El despertar fue aún más terrible. El dolor me recorrió como un latigazo. El aire me quemaba por dentro a cada bocanada y la luz de la luna cegaba mis ojos, que sólo podían ver blancos, negros y rojos en la campiña que se extendía bajo el balcón de nuestra habitación. Él me abrazó y murmuró una disculpa y una advertencia y me abandonó a mi suerte, como a todos sus hijos.
Desde aquella noche, mi noche eterna, no he vuelto a ver la luz del sol, ni el color de la hierba ni el del mar ni el de la tierra. El mundo es frío y desolador y nada en mi existencia tiene sentido. Nada, salvo la sed me que despierta cada noche, que me enloquece y me obsesiona y me impide dejar de ser, dejar de alimentarme, dejar de existir como uno de sus vástagos, propagando su estirpe y su enfermedad allí por donde vaya; llevando conmigo la muerte y la desdicha que son el nombre de su ser, de su casa, de su familia: de los hijos y las hijas de Vladislaus Drácula.
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