12.14.2010

Manada

Hacía días que tenía ganas de escribir una de zombies, y que sólo escribía cosillas de la novela steampunk que estoy preparando y que no puedo subir, claro está, por inacabadas y porque pretendo mandarla a alguna editorial... así que hoy estoy contenta de haber hecho un break estilístico y escribir algo de no-muertos, tras haber terminado la temporada de The Walking Dead haha.

Título: Manada
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 2698
Género: horror, terror, zombies
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.

Manada

Era Abril, otra vez, y Tarik empezaba a estar sinceramente hasta los huevos de tanto muerto. Hacía dos años que apenas salía de casa, y no por falta de ganas. Aquellas cuatro paredes habían empezado a hacérsele tan insoportables como el hedor de los cadáveres y últimamente, pretendiéndolo sólo a medias, se encontraba cada vez más metido en misiones absolutamente suicidas. Era un caso de ansiedad de manual, aunque, como estaban ahora las cosas, las enfermedades de las sociedades opulentas eran algo en lo que nadie se permitía pensar.

Su hermano Said, por ejemplo, parecía el rey tuerto en el país de los ciegos; a nadie le importaban sus brotes psicóticos ni que se les hubiera acabado la medicación hacía algo más de medio año: simplemente le daban un arma cargada, le llevaban a la azotea y disfrutaban viendo como los no-muertos re-morían uno a uno. Tiro en la cabeza y a dormir. Hasta que se le acababan las balas y le iban a buscar. Tarik pensaba que, probablemente, su hermano no había dormido así de bien en su puta vida. Quizá los médicos se equivocaban con su enfermedad: quizá sólo necesitaba matar cosas para ser feliz. ¿Y quién podía culparle, ahora que casi todo estaba muerto?

- Relevo, bereber – oyó susurrar a sus espaldas.

- No soy un bereber – contestó casi riéndose. Seguía mirando por la ventana, con el rifle apoyado en el respaldo de la silla a modo de trípode.

- Ya, bueno, tampoco pareces moro.

- Porque tampoco soy moro – replicó sin apartar la vista de la calle, llena de cuerpos sin vida que seguían andando -. Lo sabes perfectamente.

- Ya, ya, ya. Tu padre culo-blanco se casó con una mora…

- Al revés, gilipollas. Y mi padre era turco, no marroquí.

- Es lo mismo.

- Muy bien, judío – suspiró Tarik al fin. Era muy pronto para la discusión de siempre y sabía que Gus sólo quería sacarle punta porque se aburría, como todos -. Siéntate, anda.

- Yo no soy judío – replicó con enfado fingido -. Mi familia era católica.

- Es lo mismo – dijo Tarik con una sonrisa en los labios tras encogerse de hombros.

Gus sonrió y meneó la cabeza mientras apoyaba su escopeta en el respaldo de la silla, como antes había hecho él.

- Pero Tarik y Said son nombres de moro – volvió a la carga tras afianzar el arma.

- Ya, bueno, y Gustavo es nombre de rana – respondió Tarik, como siempre, pasándose una mano por la cara –. Supongo que nuestros padres veían demasiada tele.

El sonido de un disparo les silenció a ambos durante un rato. Parecía que Said había vuelto a la carga ¡y vaya si cargaba fuerte! Dos de un solo tiro; el tío podría haberse podrido toda su miserable vida en el psiquiátrico y ahora… ahora era el único de todos ellos que se iba a dormir con una sonrisa en la cara.

- Joder – susurró Gus cuando el segundo disparo había abatido a otro de los zombies –, lo que daría ahora por una tele.

- Y yo – sonrió Tarik, sentándose en el suelo a su lado. Quería irse a dormir, quería intentarlo, pero sabía que sería inútil: hasta que Said bajara de la azotea y le viera dormirse, sano y salvo, él no podría pegar ojo.

- ¿Te acuerdas de las series? – preguntó Gus de repente, sin apartar la vista de la ventana.

- Me acuerdo de los anuncios.

- ¡Oh, sí! Los de coches.

- Los de Martini.

- ¿Pero no se supone que vosotros no bebéis?

- Y dale – sus miradas se cruzaron y Tarik se echó a reír -. Nosotros éramos laicos.

- Mira el bien que le hizo la bebida a tu hermano…

- ¡Serás gilipollas!

- No te ofendas, pero me alegro de que esté tarado.

Tarik no supo cómo responder a eso. No estaba seguro de si quería partirle la cabeza, insultarle o preguntarle por qué coño diría algo como aquello. Quizás hiciera las tres cosas a la vez.

- Entiéndeme – aclaró Gus antes de que pudiera hacer ninguna -: sin él estaríamos todos muertos.

Tarik asintió; no le quedaba otra. Se había pasado la vida compadeciendo a su hermano, yendo a visitarle al psiquiátrico los domingos con una mueca entre la obligación y la pena, y ahora que el mundo parecía tocar a su fin, que los malditos jinetes del Apocalipsis del memo de Gus habían venido, se habían cagado en la humanidad y se habían largado, ahora Said era el genio y todos los demás daban pena.

- Habrá que volver a salir a por provisiones – comentó Tarik como si hablara para sí mismo.

- Seh – masculló Gus. A él no le hacía ninguna gracia tener que salir del dúplex que habían fortificado y andar entre los malditos zombies por cuatro asquerosas latas –. Seguro que tú te apuntas – observó, no sin cierta malicia.

- ¿Es que tú no te aburres?

- No tanto como para querer suicidarme.

- Si no lo intentáramos…

Tarik dejó la frase en el aire. Sabía perfectamente que Gus, como los demás, era consciente de que había que salir a por comida y agua potable, pero no le culpaba por no ofrecerse a ello. Se había convertido en un buen tirador, y todos daban gracias a Sony y a Nintendo por ello, pero el trabajo de campo no era lo suyo.

Los primeros meses de encierro habían sido horribles para él. Se había roto cuatro dedos de un pie y fracturado un tobillo en la huida, sólo que la adrenalina le había impedido darse cuenta hasta que estuvieron más o menos a salvo. Entonces habían empezado los dolores atroces, las horas de vigila, el morderse desesperadamente las uñas y los alrededores de éstas para no gritar mientras los zombies seguían aporreando paredes y puertas. Julio le había puesto una especie de tablilla casera bajo los dedos y alrededor del tobillo y le había prohibido moverse en al menos tres días, pero las cosas no eran tan fáciles.

- Suerte que tenemos a Helga – susurró Gus, como si leyera sus pensamientos. Tarik asintió.

La tía era una friki, y de las grandes. Cuando Julio, Gus y Miren llegaron al bloque, ella ya estaba dentro, apilando máquinas de las obras de la esquina a un lado de la entrada. Gus le había preguntado qué coño pretendía y la tipa le había sacado un manual de supervivencia en caso de una invasión zombie. ¡Un puto manual! ¡Como si lo hubiera sabido de antemano! El tío se quedó helado. Sin embargo, todos siguieron sus órdenes.

Al llegar Tarik y su hermano, los otros cuatro ya habían destrozado las escaleras desde la entrada al primer rellano. Tras asegurarse de que podían hablar y razonar, Helga les hizo entrar en el edificio y desnudarse de arriba abajo, a pesar de sus muchas quejas. Los demás también habían tenido que hacerlo, y ella misma, para demostrarles que no estaba infectada. Comprobó que no tuvieran mordeduras o arañazos sospechosos y empezó a dirigir el cotarro. Tarik quiso imponerse: no le iba a mandar una niñata que no levantaba dos palmos del suelo, pero cuando Helga le sacó el manual se quedó tan callado como Gus.

Tapiaron como pudieron las puertas del edificio para que resistieran un poco más y subieron al ascensor, parando en cada planta para recoger lo que les pudiera hacer falta. La última parada fue el ático: un dúplex de lujo totalmente abandonado, pero con la nevera llena a rebosar. Una vez allí, Helga les dijo que se despidieran de la civilización y, sin ningún tipo de ceremonias, arrancó los cables del panel de control del ascensor para que no se pudiera volver a usar.

Fue en aquél preciso momento cuando Tarik se dio cuenta de la verdadera dimensión de lo que acababa de pasar.

El ático tenía una puerta con una escalera que daba a la azotea. Destruyeron todos los accesos a la vivienda salvo aquél y Helga salió al exterior para recoger la escalera de incendios antes de que alguno de los cadáveres la bloqueara. Sería su única salida, su vía de escape y regreso para cuando se les acabaran los víveres o las municiones. Porque, como descubrieron no mucho más tarde, la tía no había escogido aquel bloque por que sí: sabía que dentro habría comida y, sobre todo, armas. Lo que nunca les dijo fue cómo lo había sabido.

- Echo de menos el queso – suspiró Gus tras un rugido de su nostálgico estómago.

- Y yo – asintió Tarik.

- Y cualquier cosa cocinada…

- Hacemos cosas cocinadas.

- Latas. ¡Puaj! Eso no es comida de verdad.

Tarik asintió, riéndose con lástima. La última vez que habían comido algo recién cocinado había sido la semana en que llegaron. La nevera del ático estaba llena, pero Helga les dijo que no podían confiar en que la ciudad mantuviera el suministro eléctrico, de manera que habría que cocinar lo que pudiera estropearse. En aquel momento empezaron a racionar la comida, cocinando primero lo que corriera más peligro de ponerse malo: carne, verduras, sopas y, cuando el mundo se quedó sin electricidad, empezaron con los congelados.

- ¿Te acuerdas de las gambas? – preguntó Tarik de repente, como si aún pudiera saborearlas.

- ¡Oh!¡Joder! Las gambas…

Nada más empezar con las cosas del congelador habían descubierto un par de cajas de langostinos y gambas. Julio las había cocinado con la receta de su padre, que se había pasado la vida currando de chef en un restaurante cerca de la playa. Helga había estado guay aquella noche y les había puesto una mesa elegante, con manteles de Navidad, algunas velas encendidas y copas de champán, aunque llenas de agua. Se habían pegado el banquete de su vida, o al menos de la que iban a llevar a partir de ahora, y les había sentado de puta madre.

- ¿Sabes lo que echo de menos? – dijo Gus tras dispararle a un zombie que se estaba acercando demasiado a la escalera -. Una buena hamburguesa gorda y grasienta, con bacon, cebolla, queso y kétchup.

- Y patatas deluxe – añadió Tarik, leyéndole la mente.

- ¡Oh! ¡Joder, tío! Patatas deluxe…

- Arroz al curry.

- Sushi y yakisoba y arroz tres delicias.

- Pollo a la cerveza.

- Espaguetis con parmesano, pero el de verdad.

- Las albóndigas de mi madre.

- Un shawarma llenito de salsa de yogur.

- Atún con cebolla caramelizada.

- Pan con tomate y jamón salado.

- ¡Tortilla de patatas!

- ¡Buñuelos de bacalao!

- ¡Silencio! – la voz de Miren les llegó desde la cocina. Seguramente acababa de levantarse, hambrienta, con nada más que llevarse a la boca que unas miserables tortitas de arroz de régimen, que era lo último que siempre les quedaba -. Habrá que salir a por comida – dijo, entrando en el cuarto de la lavadora, donde estaban ambos.

- Eso le decía yo a Gus.

- Helga irá, como siempre. ¿Tarik?

- Pues claro. ¿Tú vas? – le preguntó, calculando las posibilidades que tendrían si esta vez iba Miren en vez de Julio.

Miren asintió.

- Julio sigue con lo de la barriga. También necesitaremos agua.

Se quedaron en silencio durante un rato. Que Miren fuese con ellos en lugar de su novio era una buena noticia: era mucho más ágil que el armatoste de Julio y pasaba más desapercibida. Además, tenía una especial facilidad para coger lo que era esencial y necesario y dejarse de pijadas. Sin embargo, los dolores de barriga de Julio habían empezado a preocuparles de una manera poco sana. Le habían comprobado el cuerpo y la cara después de la última escaramuza por la comida, hacía menos de dos semanas, y parecía no tener nada. Aun así, desde aquel día había empezado a encontrarse muy mal y parecía ir a peor. Helga le miraba cada vez con más recelo y tanto él como los demás sabían que nada bueno podía salir de aquella mirada.

Todos recordaban como, dos días después de entrar, un par de supervivientes se habían acercado al edificio. Ellos todavía estaban fortificando y hacían pequeñas incursiones a la calle para recoger provisiones, armas y materiales. Supusieron que les habían visto desde la plaza, corriendo las cortinas y subiendo por la escalera de incendios, así que se habían puesto a gritar y a hacer gestos con las manos. Helga les llamó estúpidos cretinos, pero bajó a buscarles con Gus antes de que atrajeran a más cadáveres. Les llevaron al pie de las escaleras y Gus se quedó en la entrada del callejón para avisarles si los zombies se acercaban. Helga les hizo desnudarse.

La mujer, Diana, lo hizo sin rechistar, lanzando miradas nerviosas a su marido, cuyo excesivo sudor no le pasó desapercibido a Helga. Miró a la mujer de arriba abajo y comprobó que no tenía mordeduras ni arañazos, pero cuando le tocó al marido, éste se negó a desnudarse. Gus miraba a la calle, que parecía en calma, pero estaba atento a lo que pasaba detrás, pendiente de si Helga necesitaba que le echara una mano. No obstante, parecía que lo tenía bastante controlado.

Sacó su pistola de la funda y apuntó al tío a la cabeza.

- O eres un estúpido pudoroso y no te quieres desnudar porque te avergüenza, o no quieres hacerlo porque estás infectado – le dijo, apretando un poco más la pistola contra su sien -. En ambos casos acabas muerto.

Así que el tío acabó desnudándose.

Antes de que Gus o la tal Diana se dieran cuenta, Helga le metió una bala en el cráneo. Gus se volvió y corrió hacia ella. El tío tenía una mordedura en el costado. Había pus y carne desgarrada y lo que podía ser necrosis alrededor de la herida. La tía se echó sobre Helga como una loca, gritando e intentando arañarla, pero Helga se apartó y le metió un balazo también a ella. Sabía que no estaba infectada, pero no iba a correr el riesgo de que nadie que hubiera estado fuera le arañara. Tampoco estaba dispuesta a dejar que alguien fuera de sus cabales pusiera en peligro a su “manada”. A Gus le pareció extraña la manera en que les había definido, pero a medida que pasaba el tiempo se daba cuenta de que, para sobrevivir, no les quedaba otra que organizarse, que actuar menos como personas y un poco más como animales, sin que hubiera nada en ello que tuvieran que reprocharse.

- Ellos ya están muertos – les había dicho Miren tras lo que había ocurrido ahí abajo –. No pueden perder nada. Sobrevivir a esto sólo depende de nosotros.

Pero había momentos en los que sobrevivir no parecía tan fácil. A decir verdad, casi nunca lo parecía. Había ratos, sin embargo, en los que dejarse caer desde la azotea resultaba una idea especialmente seductora, casi tanto como ofrecerse voluntario a la expedición para llenar la despensa.

Tarik sabía por qué lo hacían ellas: Miren se había agarrado a la supervivencia en grupo como a un clavo ardiendo. Levantarse por la mañana, o cuando fuera su turno de vigilancia, y poder hablar sobre cualquier cosa, tener una rutina, contar cadáveres y objetivos conseguidos… todo aquello hacía que todavía se sintiera viva. Ya no le importaba querer a Julio, o saber que él la quería. Lo único que importaba era mantenerles con vida; que al menos le debiera eso. Helga, en cambio, lo hacía por orgullo. Era la “líder de la manada”, como a veces la llamaba Gus en broma, pero esa era la realidad. Tenía más idea que nadie sobre qué estaba sucediendo y por qué, diseñaba las estrategias defensivas, controlaba las armas, los suministros, las provisiones… era con quien todos contaban para sobrevivir y se sentía orgullosa de ello, aunque a veces se desmoronara en un llanto callado tras la puerta del baño. En cuanto a él… quizás sólo lo hiciera por aburrimiento. Tenía ganas de sentir algo, de tener una meta en la vida más allá de la supervivencia y de tener que cuidar de su hermano.

Tarik sólo quería vivir, aunque eso significara tener que jugar a escondidas con la muerte.

12.09.2010

Cuidados intensivos

Otro ejercicio del curso de narrativa. Esta vez iba de poner en relación a un grupo de personas que normalmente no se relacionarían si no estuvieran en una situación concreta o por necesidad. Y como es fácil imaginar, me salió una de zombies ^^


Título: Cuidados intensivos
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 1296
Género: horror, terror, zombies
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.


Cuidados Intensivos

Probablemente Ángel es el único que sabe que no pueden salir de allí, aunque está en el lugar más peligroso del mundo ahora. Alexandra también lo sabe, pero su conocimiento no le será de utilidad hasta que despierte de la anestesia, y para ello faltan todavía un par de horas. La mira de nuevo y desea que hubiera muerto de peritonitis antes de que los médicos se dieran cuenta de lo que le pasaba en realidad. Está seguro de que, sea como sea, no va a haber supervivientes en el hospital.

- Se supone que esto tiene que ser seguro – oye sollozar a una mujer. A su hijo acaban de atravesarle el cráneo con el soporte de un gotero -. Por eso vinimos aquí, porque tienen medicinas, porque podían curarle…

- La muerte no se cura, señora – interrumpe Ángel con una voz que ni siquiera le parece la suya -. Su hijo ya estaba muerto antes de llegar. Se le murió en casa hace dos días, ¿es que no se dio cuenta?

- Creí que… - musita ella, entre la tristeza y la vergüenza -. Creí que Dios me lo había devuelto.

- Esta mujer es estúpida – escupe la muchacha que tiene al lado y que no hace más que amontonar los materiales de la habitación -. Su ignorancia y la de gente como usted es lo que convierte los hospitales en tumbas cuando hay epidemias como ésta.

Ángel la mira detenidamente. Era la primera vez que habla y, después del pánico inicial y de haber conseguido atorar las puertas de la UCI, consigue ver un patrón racional en lo que está haciendo.

- Lo sabes – dice, con su mirada fija en ella.

- Veo que no soy la única – responde sin dejar de apilar jeringas, bandejas y todo tipo de material -. ¿Conoces el plan?

- No mucho – admite Ángel. Alguna vez, cuando leía cuentos de miedo, había pensado en aquellas cosas: un plan de supervivencia para eventualidades que no deberían de pasar jamás; o había jugado con Alexandra a ver a quién se le ocurría la mejor estrategia, pero nunca se lo habían tomado en serio. Parece que hay quien sí lo ha hecho -. Sólo recuerdo las provisiones, armas y munición, huir de la ciudad, refugiarse en sitios altos…

- Olvídate de eso, chaval – masculla ella, mirándole durante un segundo -: estamos atrapados en un maldito hospital. Aquí no va a sobrevivir nadie.

- ¿Se puede saber de qué demonios estáis hablando?

El tipo es tan grande que su cuerpo impide que Ángel vea a la chica. Es el que se ha cargado al zombie antes. Ha ido todo tan rápido que no está seguro de cómo han conseguido cerrar las puertas de aquella zona de la UCI sin que entrara ninguno de los cadáveres, que venían arrastrando los pies por el pasillo y profiriendo sus aullidos desarticulados. Entonces el hijo de la señora ha empezado a imitar sus sonidos, a sacar los dientes, a babear y a intentar alcanzar con los brazos la cabeza de su madre. Ángel ha cogido el soporte del gotero al lado de la camilla de la que se ha levantado y se lo ha tirado al gigante, gritándole que le atravesara el cráneo. El tío lo ha hecho. Luego se ha apartado, sentado en una de las sillas de visitas y callado hasta este preciso instante.

- Si alguno de vosotros sabe de qué coño va todo esto – pronuncia con tono amenazante – que lo diga de una puta vez.

- Zombies - le suelta la chica sin mirarle siquiera a la cara -. Muertos andantes, cadáveres revividos, moradores de las tumbas, chupa-cerebros, caminantes, bichos, la última plaga, los jinetes del Apocalipsis, sólo que a pata… ¿hace falta que siga?

El tipo abre la boca para decir algo, pero prefiere callarse. Ni siquiera sabe cómo empezar a decirle lo tremendamente estúpidas que le han sonado sus palabras, pero no hace falta. Ella lo sabe.

- Créetelo o no te lo creas – le espeta, levantándose del suelo -. No podría importarme menos.

- ¿Con qué armas vamos a hacerles frente? – pregunta una vocecilla proveniente de una esquina de la habitación. Ángel y la chica se giran. El gigante cierra los ojos con pesar.

Se trata de un hombre mayor, casi ciego a juzgar por su mirada vaga. Todavía está sentado en la camilla.

- Un placer contar con un valiente – dice la chica, pero no hay burla en su expresión -. ¿Cómo se llama, abuelo?

- Martín. ¿Y tú, jovencita?

- Ariadna –. Se acerca un poco y le mira durante unos instantes -. ¿En qué guerra luchó?

- En la civil – responde el anciano con una sonrisa afligida -. ¿Y tú?

- En cualquiera que haya habido durante los últimos cinco años en África –. El abuelo asiente, levantando la mano para dársela -. Trabajo de escolta para una ONG, o lo hacía hasta esta mañana… - aclara tras el apretón de manos.

- Entonces – insiste el anciano -, ¿con qué contamos?

- Cuatro mierdas, señor Martín, si he de serle franca – le responde. El gigante se ha situado justo detrás de ella y la escucha como si fuera a revelarle un secreto -. Los soportes de las sondas han conseguido atravesar un cráneo, pero no me fiaría demasiado.

Se calla durante un instante. La madre ha empezado a sollozar de nuevo y se ha retirado aún más del cadáver, cuyo olor empieza a ser insoportable.

- Jeringas, agujas, sondas… todo demasiado corto y demasiado frágil. Hay chismes de acero, pero sólo nos servirán para reforzar la barricada; es inútil: acabarán entrando.

- Puede que no – suelta de repente un hombre de mediana edad en el que Ángel ni siquiera había reparado. Estaba recostado sobre una silla al lado de la cama de su esposa inconsciente, y no había pronunciado palabra. Tiene los ojos rojos, como de haber estado llorando todo el rato, y la voz ronca por el esfuerzo de hablar -. Puede que, si aguantamos lo suficiente, nos vengan a buscar. Tienen que saber que queda gente viva dentro, ¡tendrán que verificarlo!

- ¿Verificarlo? – le suelta Ángel tras mirar durante unos segundos a Alexandra -. Si tenemos suerte a estas horas ya habrán cerrado la ciudad y dentro de no muchas destruirán todo lo que esté dentro de la zona de cuarentena con armamento nuclear. Espero que tengamos suerte…

- ¡No digas eso! – chilla el hombre con una voz que parece rasgarle las cuerdas vocales -. ¡No seas tan cínico, hijo! Nos vendrán a buscar.

- No se engañe, señor – le corrige Ariadna -; aquí los únicos que van a venir son los muertos. Nosotros estamos condenados.

- Pero debe de haber una manera de salir – susurra el gigante. La mano del anciano se agarra fuertemente a la suya y Ángel se da cuenta de que puede que sea su abuelo. Agarra la mano de Alexandra -. No podemos rendirnos.

- Y no lo haremos – susurra Ariadna -. Pero tenemos que asumir que sólo hay dos maneras de salir de aquí: muertos de verdad o como caminantes.

Se miran los unos a los otros. Todos saben qué ha querido decir con aquello. La madre del primer zombie acaba de desmayarse, Alexandra y la esposa del hombre de mediana edad están todavía inconscientes y puede que no despierten jamás, él llora abrazado a su pecho mientras Ángel aprieta fuertemente la mano de su hermana, igual que el gigante aprieta la de su abuelo, que no deja de palmearle la espalda. Está a punto de llorar, como los demás.

Ariadna se agacha de nuevo hacia el suelo y levanta una bandeja con ocho jeringas llenas y preparadas. Todos saben que es la única manera de escapar.

11.13.2010

El cazador de huellas

Otro ejercicio del curso de escritura. Sin mucho tiempo, con bastante atraso universitario y mil cosas que hacer, pero aún dándole a la tecla, al boli y a la libreta a ver si sale algo de provecho. Espero que esto lo sea... ^^

Título: El cazador de huellas
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: +600
Género: diálogo, narración
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.

El cazador de huellas

Empecé en este negocio cuando todavía no eras ni un proyecto en los pensamientos de tus padres. Quizás ni siquiera se habían conocido aún. ¿Que quién me paga? ¡Ja! ¡A ti te lo voy a decir! No… esto va más allá de lo que tu mente irá jamás y, si quieres un consejo sabio, ni se te ocurra intentar averiguarlo. De todas formas no es como si hiciera daño a alguien… Lo único que hago es capturar sus huellas y procesarlas.

Vale, vale, ya sé que es ilegal. La ley de la propiedad, la de la propiedad intelectual, la de la propiedad del estado y la de su puñetera madre, pero mientras no me pillen, no voy a dejarlo. En cuanto a mi nombre, por mucho que te rías, ya puedes publicarlo, majo: a con él ni siquiera van a poder encargar una pizza.

No hay fisuras en mi plan. De eso puedes estar completamente convencido.

Sí, sé que el negocio es competitivo y duro, pero los coleccionistas saben quién es el que trabaja mejor. Tengo tres clientes (no necesito más) y sus colecciones son tan grandes que te explotarían los sesos si pudieras calcularlo.

¡Claro que digo la verdad! No soy ningún exagerado, ni tampoco un charlatán. Si alguna vez te has atrevido a pisar alguna de las playas de ceniza con los pies descalzos: tienen tus huellas. Eso puede hacerlo cualquiera. No, lo que yo ofrezco es calidad, chaval.

Evidentemente, me refiero al ámbito “privado”.

¡Pues claro que quiero decir a las casas privadas! ¿Cómo te crees que uno se gana su fama?

Otra vez la propiedad… Resulta obvio que si digitalizar las huellas de los pies de alguien en un montón de sucia ceniza en un espacio público es ilegal, allanar sus casas para procesar sus suelos también lo es . Pero no por eso voy a detenerme. Yo soy un auténtico cazador, muchacho. Quizás el último que quede.

¿Que qué hacen con ellas? ¡Y yo qué sé! Lo que sí sé es lo que NO hacen: no compran, no roban, no trafican y no las usan para fines ilegales. Me he cerciorado de eso. Sólo son coleccionistas. Quizá estén enfermos o sean unos fetichistas, pero eso no es ningún crimen, que yo sepa. No lo sé. Igual se construyen réplicas a tamaño real para excitarse o para calzarles los zapatos que ellos no se atreven a llevar. La verdad es que me importa un rábano. Es más: no quiero saberlo. Soy muy feliz dejando las cosas tal y como están.

Lo que sí puedo contarte, lo que sí puedo entender, es por qué hay tantos coleccionistas de huellas. Tú eres un pipiolo, hijo, pero cuando yo era joven el mundo no estaba cubierto de ceniza: había playas y montañas y ciudades, pero no apestaban. Al menos no tanto. Uno podía respirar el aire sin esta mierda de máscaras anti-gas, podía correr por los prados descalzo, ir en chanclas. No sabes lo que son las chanclas ¿verdad? Pues eran zapatos… zapatos con los que los demás podían verte por entero los pies. Lo creas o no.

Ahora sólo los descerebrados se quitan las botas para poner los pies en la playa o en el suelo de sus casas. La contaminación y las cenizas tóxicas te los dejan dormidos durante horas o te los despellejan, en el mejor de los casos. En el peor… bueno, ya lo sabes. Así que no me extraña que se obsesionen con eso, sobre todo los que han vivido tiempos como los míos.

En fin, espero que los dioses bendigan a los descerebrados: gracias a ellos, aún tengo trabajo ¿no crees?

10.28.2010

Ebook ya a la venta

Queridos y queridas todos, me place anunciaros que el e-book de mi libro de cuentos de terror, El vástago de las tinieblas y otros relatos ¡está ya a la venta! Aunque para la edición en papel habrá que esperar un poco más, como podéis imaginaros no quepo en mí misma de contenta (lo que me da una imagen muy sugerente para otro cuento de terror, aunque eso es otra historia ^^).
Lo podéis encontrar en las siguientes direcciones web:
http://shop.eldaliepb.com/product.php?id_product=36
http://eldaliepb.blogspot.com/2010/10/el-vastago-de-las-tinieblas-lee-un.html
http://www.facebook.com/photo.php?pid=5719754&id=186350634848&saved#!/pages/Eldalie-Publicaciones/186350634848

por el asequibilísimo precio de 3,60 €.

Anunciaré (a bombo y pandereta) en este blog la edición en papel tan pronto como salga.

Saludos a todos y ¡que paséis mucho miedo!!!

10.21.2010

El vecino misterioso

Pequeña narración descriptiva fruto de un ejercicio de mi re-empezado curso de narrativa. Esta vez se trataba de imaginar a un vecino misterioso y contar algo sobre él. Y salió esto...


Título: El vecino misterioso
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 420
Género: descripción, narración
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.


El despertador le suena a las 6:05 de la mañana, ni un minuto antes. Lo deja sonar tres veces. Luego lo apaga. Oigo el ruido de las persianas que suben y la ventana abrirse y cerrarse , tres veces. Luego, la abre de nuevo.

Sus pasos son inaudibles sobre el suelo enmoquetado, pero sé que va al baño. Abre y cierra el pestillo tres veces y, a las 6:15, suena la cadena. Ni un minuto antes. Luego se oye el grifo de la pila y, si es verano y tiene la ventanita del baño abierta, incluso puedo oír el ruido del celofán que envuelve la pastilla de jabón; una nueva cada mañana. A continuación deja correr el agua de la ducha hasta que está templada y, en caso de que esté abierta, cierra la ventanita del baño. Tres veces.

Termina de ducharse a las 6:40. No sale del baño ni un minuto antes.

Entra en la cocina, abriendo y cerrando la nevera tres veces antes de sacar de ella un plato. Oigo como la cerámica contacta con la superficie de la encimera. Luego enciende la cafetera. Se sirve tres tazas de café. Se toma una mientras desayuna. Las otras dos las vacía en el fregadero, lava los platos y desinfecta la cocina. Oigo el spray pulverizar cada rincón y sus murmullos al fregarlo todo con esmero. Se quita el albornoz, lo pone en la lavadora, abre y cierra la puerta de carga tres veces y la enciende.

A las 7:05 vuelve al baño, desenvuelve una pastilla de jabón nueva y se frota en la pila cualquier retazo de piel que haya estado en contacto con la cocina al limpiarla. Desnudo, vuelve a su habitación, abriendo y cerrando la puerta tres veces, y se viste.

Pantalón negro, camisa blanca, calcetines negros, calzoncillos blancos, zapatos negros, foulard blanco, corbata negra, PDA blanca. Inmaculado. Se abriga con la americana y el abrigo, ambos negros con el forro blanco, coge el maletín negro con las manos enfundadas en unos guantes blancos y a las 7:15, tras abrir y cerrar con la llave tres veces la puerta de entrada, abandona el apartamento. Ni un minuto antes.

Suelo encontrármelo en la portería justo a esa hora. A veces es él, a veces soy yo, pero sin excepción uno de los dos desinfecta con una toallita húmeda el picaporte de la entrada, lo gira y, exactamente a las 7:17 salimos por la puerta de la calle y nos encaminamos a pie hacia el trabajo.

Ni un minuto antes.


10.01.2010

Nuevos ejercicios

He aquí un pequeño ejercicio del curso de narrativa, que he retomado hace poco. Se trataba de escribir una historia sobre un piso, vivienda, casa... y todos los habitantes que ha tenido. No sé cómo titularla, así que la dejo tal cual y espero que a éste sigan muchos más de los ejercicios de este curso, aunque la pereza de actualizar es algo de lo que me cuesta desprenderme ^^

Título: Ejercicio 14
Autora: Anna Morgana Alabau
Palabras: 2835
Género: narración
Nota: esta narración es propiedad de su autora (Anna Morgana Alabau) y está protegida legalmente contra cualquier intento de plagio. Si quieres usarla o la has visto en otro sitio, por favor, ponte en contacto con morganaofavallon@gmail.com. Gracias.

No era que la cosa no se viera a venir, al contrario, pero el día en que ocurrió, todo el vecindario se reunió con expresión desconcertada alrededor de la vivienda. Había sido un piso viejo, ya pasado de moda incluso cuando fue construido, pero poco más se podía hacer para apañar un edificio en un lugar tan atiborrado. Había escaleras por todas partes y el patio de cada casa estaba situado a la misma altura, de modo que unos subían, otros bajaban y todos acababan encontrándose en la primera planta para tender la ropa, tomar el sol o regar las plantas. Eso sí, cada uno dentro de su espacio vallado.

El primer piso en particular era el que ahora mismo estaba registrando la policía, tras retirar el cadáver. Lara seguía sentada en una de las sillas del comedor, cuyo cojín estaba deshilachado y agujereado por las uñas del gato, llorando desconsoladamente a la vez que juraba y perjuraba a los dos agentes que la custodiaban que ella no había matado al señor Ramiro ni nadie.

Los agentes, sin embargo, no lo tenían nada claro.

El señor Ramiro era un anciano, un hombre de los de antes: senil, salido y bastante insensible, grosero, poco aseado y machista hasta un extremo irritante. Sólo había accedido a alquilarle su antiguo piso a Lara cuando acudió su padre para avalarla. Lara hubiera querido que el aval fuera su madre, ya que hacía más de ocho años que no se hablaba con su padre, nada más que para felicitarle las Navidades. Pero el señor Ramiro no iba a claudicar: que una mujer tuviera la independencia económica suficiente como para avalar a su hija en un alquiler le resultaba impensable. De manera que Lara se tuvo que resignar, coger el teléfono y pedirle aquel pequeño favor a su padre. Después de aquello y ya que Lara conseguía pagar el alquiler cada mes sin retrasarse, ella y su padre volvieron a dejar de hablarse.

El que no dejó de hablar, sin embargo, fue el señor Ramiro, que conservó una llave de la vivienda hasta que un día, sin más ni más, el novio desnudo de Lara le encontró merodeando por la casa.

Ni que decir tiene que el señor Ramiro puso el grito en el cielo, no tanto porque Víctor se paseara desnudo por la casa como porque Lara se estuviera viendo de manera íntima con un hombre sin estar casada. Después de aquello, el señor Ramiro quiso dejar de alquilarle el piso, pero el contrato legal decía que tendría que aguantarse hasta al cabo de cinco años, así se lo dijo su abogado. Lara por su parte se fue directa a la comisaría de policía a denunciarle por acoso y cambió las cerraduras de la casa aquella misma tarde.

Y ahí fue, sin más ni más, donde empezaron los problemas.

El señor Ramiro estaba disgustado y Lara, furibunda. Ella decía, no sin razón, que era su casa, que se la había alquilado y que tenía derecho a hacer en ella lo que le diera la gana siempre y cuando no estropeara nada. Él, por su parte, decía que la casa era suya, que se había equivocado al alquilársela, y que no iba a permitir que la vivienda que había compartido con su esposa durante toda su vida y en la que habían vivido sus padres y sus abuelos antes, se convirtiera en Sodoma y Gomorra por culpa de Lara.

En el edificio donde vivían el señor Ramiro y Lara había cuatro viviendas, portería a parte. Arriba del todo vivía un ejecutivo, que casi nunca estaba. Ocasionalmente se veía entrar y salir de su casa a mujeres, siempre diferentes, por la mañana o un poco después de medianoche. Sin duda eran profesionales, aunque con muy buen gusto, sobre todo en lo que se refería a ropa. Sin embargo, eso al señor Ramiro no parecía molestarle. ¿Por qué iba a hacerlo? El joven era un hombre, y además adinerado, y todo el mundo sabía que un hombre tiene ciertas necesidades y no necesita dar explicaciones a nadie. Aquello, a Lara, la sacaba de quicio. No lo que hiciera el vecino de arriba, que no le importaba para nada, sino la doble moral del señor Ramiro a la hora de ver esa clase de cosas.

Un piso más abajo de aquél, vivían cuatro estudiantes: tres chicas y un chico. Eran tranquilos, simpáticos y sociables y rápidamente congeniaron con Lara. Solían salir los fines de semana hasta tarde e ir a clase muy temprano los días laborables, de modo que apenas coincidían con el señor Ramiro, a quien saltaba a la vista que no le hacían ninguna gracia. Aun así, lo único que podía hacer era criticarles por la espalda. El piso era propiedad de una fundación, cuyo administrador había decidido no recibir más recados ni atender a más llamadas de aquel cansino individuo. De modo que, sin nadie a quien poder quejarse, el señor Ramiro se limitaba a insultarles disimuladamente cada rara vez que se cruzaban por la escalera y a hablar mal de ellos en la plaza y el supermercado.

El siguiente piso era el de Lara, que había pertenecido a la familia del señor Ramiro desde hacía años. Él vivía en el de abajo, que también era de su familia. Se mudaron allí cuando su esposa enfermó y él empezó a hacerse demasiado viejo como para subir tantas escaleras y, al morir ella y quedarse con todavía menos pensión y sin nadie que supiera administrarle el dinero, decidió alquilarlo.

Antes de que comenzaran entre ellos los problemas, justo cuando el padre de Lara acudió para la firma del contrato, el señor Ramiro les estuvo contando su vida y milagros, la mayoría acontecidos en aquella casa. Les dijo que, de hecho, había sido la familia de su abuela, en concreto su padre, el que había pagado para que la finca fuese construida. En aquél tiempo el hombre tenía cuatro hijas (¡menuda desgracia!), pero el dinero no le faltaba. De modo que, cuando la más pequeña tuvo la edad, decidió que ya era hora de que todas se casaran. Lógicamente, si tenía dinero era sobre todo porque no lo gastaba, de modo que se le ocurrió que hacer construir un edificio con un piso para cada pareja le saldría más a cuenta que pagar la dote de cada una a su marido por separado. Mucho más si la boda se hacía conjunta.

De aquella manera, las cuatro hijas se acabaron casando, con trajes heredados de sus suegras, en la misma iglesia abarrotada y viviendo en el mismo edificio, como si nunca hubieran salido de casa de sus padres.

Los abuelos del señor Ramiro tuvieron dos hijas. Su abuelo se hubiera enfadado, claro, pero parecía que lo de no tener varones venía de familia y pensó que lo mejor para no tener que tirar el dinero sería hacer de sus hijas unas solteronas. Eso daba lugar a un problema de patrimonio, claro, que acabó solucionándose cuando una de las hermanas de la abuela y su marido murieron en un accidente de barco sin dejar ninguna descendencia. Hacía muchos años, cuando las hermanas y sus maridos habían recibido la finca, se acordó que, si uno de los pisos quedaba vacío, se entregaría al primer varón nacido en la familia o, en su defecto, a la primera hija que casara.

La carrera fue cruel y, para una de las primas de la madre del señor Ramiro, nefasta. Tía Olivia murió en una recepción de los condes de la ciudad cuando, presionada por sus padres para ser la primera en casarse y heredar la casa, el excesivo constreñimiento de su corsé consiguió ahogarla.

Después de penas y esfuerzos, al cabo un año y poco más, la madre de Ramiro resultó ser la afortunada. Casó con un hombre adinerado, que trabajaba en el puerto, y heredaron la casa de encima de la de sus padres. Su hermana se quedó soltera y vivió en el piso de los abuelos hasta que pasó a mejor vida, mientras que las hijas de sus tíos se fueron marchando del edificio a medida que encontraban marido. Cuando las hermanas de la abuela del señor Ramiro y sus maridos fallecieron, sus casas pasaron a manos de los maridos de sus hijas, que las vendieron a una inmobiliaria ahora que el mercado estaba en auge.

El señor Ramiro pensaba a veces que su padre debería de haber hecho lo mismo con el otro piso cuando murió la hermana de su madre, pero era un hombre muy conservador y, de haber podido, habría mantenido la finca entera bajo el nombre del mismo propietario.

Sus padres habían tenido muchos hijos. Sin embargo y por desgracia, ninguno de ellos había pasado de los tres años. Las gemelas, las primeras en nacer, murieron al año de muerte súbita. Su madre cayó en una depresión, pero su padre no le permitió descanso. Quería un heredero y no podía hacerlo si ella no cooperaba. De modo que siguieron intentándolo. Hasta que nació su primera hermana, otros cinco se le murieron en el vientre o en la sala de parto. La señora Adela ya no podía más, incluso había amenazado con tirarse por la ventana, y su marido le prometió que aquella vez sería la última que lo intentaran. Afortunadamente, la niña que tuvieron sobrevivió al año. Entonces su madre le puso el nombre de Ángela e incluso se animó a tentar a la suerte y probar de nuevo a tener más descendencia.

Aquella vez fue el señor Ramiro quien nació, pero Ángela no llegó a cumplir los tres años. Desde que ella murió, la madre del señor Ramiro le trató como a un extraño, con una frialdad inusitada, de manera que se podía decir que, en cierto modo, sólo tuvo padre. En aquellos días, sin embargo, su padre tampoco solía ser lo que había sido: bebía mucho, jugaba demasiado y, como su mujer le hacía enfadar, de vez en cuando tenía que enseñarla. Eso, de pasada, lo aprendió también el pequeño Ramiro, que creció sabiendo cuál era el lugar que le pertenecía a una mujer en una casa.

Aquello, sin embargo, no se lo contó a su propia esposa hasta que estuvieron casados y se hubieron mudado a casa de sus padres. Ellos pasaron a ocupar el piso de abajo y no dejaron de pinchar y pinchar para tener nietos cuanto antes. Aun así, de la misma manera que el señor Ramiro no le había contado a su mujer, Claudia, que tendría que dejar sus estudios y dedicarse a la casa una vez hechos marido y mujer porque él así lo mandaba, lo que ella no le había contado era que, a causa de un accidente de la naturaleza, jamás había tenido el periodo, con lo que no podría quedar nunca embarazada. Y no era que el señor Ramiro no lo intentara ni que sus padres no siguieran presionándoles, simplemente era que la naturaleza no lo había querido así y que la señora Claudia creyó oportuno callárselo.

De aquella manera vivieron durante años, la una callada y resentida por haber tenido que abandonar sus estudios, por no poder trabajar y verse encadenada a una casa que siempre sería más de su suegra que de ella (hasta que ésta muriese, claro), y el otro enfadado y desconcertado por su incapacidad de crear vida en el vientre de su esposa.

Hasta que llegó el día de la bofetada.

La señora Claudia estaba hablando con una vecina, una de las alquiladas, como decía su marido, cuando la puerta de la casa se cerró por un golpe de aire y la cazuela con el cocido se quedó hirviendo dentro. Ella, que no tenía más llaves porque su marido le había prohibido tajantemente que diera una copia a ninguna de las vecinas y que había extraviado “no sabía dónde” las del piso, ahora vacío, que habían ocupado sus padres, tuvo que esperar hasta que él volviera a la hora de comer para abrirle la puerta.

Cuando entraron, el olor a quemado era algo insoportable. La señora Claudia se afanó en apagar el fuego y abrir las ventanas, pero su marido, molesto con ella por haber quemado el cocido, por hablar con la vecina, por no tener la comida hecha, por ser una holgazana y por no quedarse preñada, le pegó un bofetón en la cara. La señora Claudia se quedó aturdida, confundida, ofendida y magullada, de modo que se puso a gritarle. Aquella tarde salió del hospital con tres puntos en la ceja y la muñeca vendada y volvió a su casa porque, sin trabajar y sin estudios, con sus padres muertos y sus hermanas fuera ¿dónde más podía ir a parar?

De manera que aquella fue la tónica de su vida desde aquél momento hasta que se puso enferma y tuvieron que mudarse al piso de abajo. Ella cobraba una pensión ridícula y la del señor Ramiro tampoco daba para tanto, pero las sabía administrar, aunque ella no dejaba de pedirle que alquilaran el piso de arriba, los dos si hacía falta, y se fueran a un sitio de montaña, donde le tocara el aire y no hubiera aquella humedad terrible que le retorcía las manos. Pero aquella era la casa del señor Ramiro, la de sus padres y sus abuelos, y no quiso claudicar.

Cuando murió la señora Claudia, sin embargo, se dio cuenta de que no podría seguir viviendo, bebiendo, comiendo carne cada día y yendo a las casas de citas los fines de semana a no ser que alquilara el apartamento (aunque eso último no se lo contó a Lara ni a su padre), de modo que no tuvo más remedio que arrendarlo.

Sin embargo, desde el día en que empezó a tener problemas con Lara, o más bien a causárselos, todo el mundo supo que aquello acabaría mal.

Los dos policías seguían mirando a Lara, tomándole declaración, aunque después de dos veces de contar la misma historia, empezaban a creer que ella realmente no era la culpable.

El señor Ramiro había vuelto a despertarla aquella mañana, dijo Lara. Sólo que esa vez, en lugar de echarle cubos de agua a la terraza para mojarle la ropa, poner la COPE a todo trapo debajo de su habitación o picar con un martillo a la puerta de entrada, había decidido reventarla. Lara había oído el disparo como si se hubiera producido justo a su lado. Se había levantado sobresaltada, tapándose con la bata antes de ir corriendo a ver qué había pasado. El señor Ramiro estaba en medio del recibidor, escopeta en mano y en la puerta, tras él, había un agujero del tamaño de una pelota de básquet.

Lara empezó a chillar. Los vecinos de arriba, que ahora estaban prestando declaración a otro agente junto a la puerta agujereada, salieron a la escalera o se asomaron por el patio. Víctor salió hecho una fiera de la ducha, con la toalla en la cintura y el pelo chorreando y empezó a gritarle.

Todo ocurrió muy rápido.

El señor Ramiro quiso volver a cargar la escopeta, pero el cartucho se le había caído junto a la entrada. Maldijo e insultó a Lara mientras Víctor se ponía entre ellos y le decía que llamara a la policía. Entonces Lara fue a buscar su teléfono móvil y, cuando volvió a la entrada, Víctor y el señor Ramiro estaban forcejeando, el uno para abrir la puerta y el otro para cerrarla. Finalmente, el señor Ramiro se dio por vencido y Víctor consiguió dar un portazo, pero la cerradura estaba estropeada por el disparo y no iba a poder echar la llave, de manera que se acercó al mueble del recibidor y, con la ayuda de Lara, empezó a moverlo para bloquear la entrada.

Entonces sonó un disparo y el cartucho pasó rozando el hombro de Víctor, que se echó al suelo y empezó a gritar. Los vecinos de arriba, el ejecutivo y dos de los estudiantes, que estaban con resaca, bajaron a intentar detenerle, pero antes de que llegaran, Lara había ido hacia él y había abierto la puerta, gritándole si estaba loco de remate. En aquel instante, el señor Ramiro le cruzó la cara de una bofetada, luego puso una expresión de terror profundo, dejó caer la escopeta al suelo y se echó unos pasos para atrás. Tanto el ejecutivo como los dos estudiantes aseguraban que Lara ni siquiera le había puesto la mano encima, que el viejo simplemente se había echado atrás muerto de miedo, de no se sabía muy bien qué, con la mala suerte de haberse encontrado con el final del escalón, precipitándose como una pelota escaleras abajo.

Se había roto varias costillas, huesos de brazos y piernas y, sobre todo, se había fracturado el cráneo. Estaba tan muerto como su esposa, como su madre, sus tías, su abuela y todas sus hermanas, a las que vio con expresión furibunda y corporescencia translúcida detrás de Lara, justo antes de dar unos pasos hacia atrás.