- ¿Os habéis dado cuenta de lo mucho que decís la palabra “eufemismo”? – dijo el amigo, reclinado sobre la silla de mimbre en el balcón del chalet.
El aire era frío, nada estival. Porque no era verano; era el puente de mayo (uno de los muchos que hay repartidos por todo el año) y se celebraba la primera visita del verano a la playa, o al menos, era lo que hacíamos nosotros. El mar lamía plácidamente la arena unos metros más abajo, muy cerca de donde nos echamos a reír y olvidamos la anécdota, como hacemos con todas, para rememorarla en las sucesivas quedadas.
- ¿Dices esto como eufemismo de…? – solíamos preguntarnos unos a otros, y hay quien conserva aún la manía.
Es una pregunta retórica, o debería serlo, puesto que en esta vida casi todo lo que decimos lo decimos como eufemismo de algo.
Decimos original como eufemismo de raro, diferente como eufemismo de extravagante, imaginativo como eufemismo de perturbador. Utilizamos simpático para no decir gordo, independiente para no decir solterona, de color para no decir negro, asiático para no decir chino o chino para designar a cualquier asiático.
Cambiamos mono por “chico que no da asco pero con el que no saldría ni cobrando”, extremado por “digno de una prostituta de las Ramblas”, maduro por “viejo para mí, pero que no anda con bastón”, o muy joven por “niñato que no ha pisado más allá de las faldas de su madre”. Hacemos trueques con el lenguaje, trapicheos malévolos esperando que nadie se dé cuenta de a qué nos referimos en realidad con aquello que estamos recubriendo con la capa del eufemismo como si de caramelo se tratara.
Canjeamos términos hirientes como retrasado por otros más simpáticos como cortito, tonta por buena, pertinaz por testarudo, insistente por pesada, indigente por vagabundo, seguro por intransigente, convencional por anticuado, severo por tirano, nerviosa por histérica, ambiciosa por trepa, jovencita por inexperta, estresado por amargado, poco hablador por seco, reservado por tajante, tránsito intestinal por caca, interno por preso, acción armada por atentado, limpieza étnica por genocidio y genocidio por asesinato. Disfrazamos al soborno de tráfico de influencias, a la crisis de desaceleración, a la mentira de falta a la verdad, a la caja de cerillas de piso íntimo, a la persona que no encaja en nuestra visión cuadriculada del mundo de alguien especial.
Y lo hacemos todos: mentiroso quien quiera salvarse.
Hay grados, claro, como los hay con los prejuicios, la psicopatía o los resfriados. Pero en mayor o menor medida, todos acabamos teniendo.
Y llega el punto en el que usamos eufemismos hasta para el trabajo, denigrando puestos que jamás habrían sido vergonzosos de no ponerles nombres rimbombantes. Intentamos dignificar oficios de por sí muy dignos con títulos pseudoacadémicos. Cambiamos al bedel y a la señora de la limpieza por técnicos de mantenimiento, al policía urbano por un cuerpo de seguridad y control del tráfico, al dependiente por personal de ventas, al camarero por empleado de hostelería, al ama de casa por una empleada del hogar y a la puta de toda la vida, la cambiamos por una trabajadora del placer o de la noche.
Y ha habido momentos, no lo negaré, como ese día en la playa, en los que los eufemismos nos han proporcionado grandes dosis de risa. Esto no es, al contrario de lo que pueda alguien pensar, una reivindicación panfletaria contra el eufemismo como fenómeno, sino solamente una pequeña queja sobre la reciente falta de imaginación del mismo. Y no digo imaginación como eufemismo de extravagancia, sino de complejidad, de juego, de doble sentido, de astucia lingüística.
¿O no era más gracioso llamar a un burdel “casa de sombreros”, “casa de tolerancia” o incluso “whiskería” que “local de alterne”? ¿No era más imaginativo llamar a una prostitutas “halcón nocturno” o “señora que fuma” que “trabajadora sexual”? ¿No tenía más gracia cuando la cárcel era el “trullo”, “la sombra” o “Chirona” que un “centro penitenciario” o de “restricción de la libertad”? Bien, seguramente no para los presos, pero para que nos entendamos. ¿Cuándo perdimos la capacidad o la voluntad de esconder lo que no nos atrevemos a decir bajo expresiones un poco trabajadas? ¿Cuándo empezamos a dejar de decirlo absolutamente todo por su nombre, por cierto?
¡Ah! Qué buenas expresiones aquellos eufemismos que llamaban al ladrón amante de lo ajeno, aquellos en que los feos no eran poco agraciados sino que les sentaba bien la oscuridad, los que otorgaban a los bizcos el poder de mirar contra el gobierno. ¡Qué grandes eufemismos de cagar el ir de vientre, sentarse en el trono o visitar al señor Roca! O la explicación de qué se va a hacer exactamente en el retrete según el cabal de las aguas…
Afortunadamente, hay campos en los que siempre destacará la imaginación (en un mayor o menor grado de acierto) en lo que a eufemismos se refiere. Sino lo creéis haced el ejercicio y decidme cuantas palabras, fuera de lo que hoy se considera “políticamente correcto”, podéis nombrar como eufemismo de emborracharse, porro y pene.
El aire era frío, nada estival. Porque no era verano; era el puente de mayo (uno de los muchos que hay repartidos por todo el año) y se celebraba la primera visita del verano a la playa, o al menos, era lo que hacíamos nosotros. El mar lamía plácidamente la arena unos metros más abajo, muy cerca de donde nos echamos a reír y olvidamos la anécdota, como hacemos con todas, para rememorarla en las sucesivas quedadas.
- ¿Dices esto como eufemismo de…? – solíamos preguntarnos unos a otros, y hay quien conserva aún la manía.
Es una pregunta retórica, o debería serlo, puesto que en esta vida casi todo lo que decimos lo decimos como eufemismo de algo.
Decimos original como eufemismo de raro, diferente como eufemismo de extravagante, imaginativo como eufemismo de perturbador. Utilizamos simpático para no decir gordo, independiente para no decir solterona, de color para no decir negro, asiático para no decir chino o chino para designar a cualquier asiático.
Cambiamos mono por “chico que no da asco pero con el que no saldría ni cobrando”, extremado por “digno de una prostituta de las Ramblas”, maduro por “viejo para mí, pero que no anda con bastón”, o muy joven por “niñato que no ha pisado más allá de las faldas de su madre”. Hacemos trueques con el lenguaje, trapicheos malévolos esperando que nadie se dé cuenta de a qué nos referimos en realidad con aquello que estamos recubriendo con la capa del eufemismo como si de caramelo se tratara.
Canjeamos términos hirientes como retrasado por otros más simpáticos como cortito, tonta por buena, pertinaz por testarudo, insistente por pesada, indigente por vagabundo, seguro por intransigente, convencional por anticuado, severo por tirano, nerviosa por histérica, ambiciosa por trepa, jovencita por inexperta, estresado por amargado, poco hablador por seco, reservado por tajante, tránsito intestinal por caca, interno por preso, acción armada por atentado, limpieza étnica por genocidio y genocidio por asesinato. Disfrazamos al soborno de tráfico de influencias, a la crisis de desaceleración, a la mentira de falta a la verdad, a la caja de cerillas de piso íntimo, a la persona que no encaja en nuestra visión cuadriculada del mundo de alguien especial.
Y lo hacemos todos: mentiroso quien quiera salvarse.
Hay grados, claro, como los hay con los prejuicios, la psicopatía o los resfriados. Pero en mayor o menor medida, todos acabamos teniendo.
Y llega el punto en el que usamos eufemismos hasta para el trabajo, denigrando puestos que jamás habrían sido vergonzosos de no ponerles nombres rimbombantes. Intentamos dignificar oficios de por sí muy dignos con títulos pseudoacadémicos. Cambiamos al bedel y a la señora de la limpieza por técnicos de mantenimiento, al policía urbano por un cuerpo de seguridad y control del tráfico, al dependiente por personal de ventas, al camarero por empleado de hostelería, al ama de casa por una empleada del hogar y a la puta de toda la vida, la cambiamos por una trabajadora del placer o de la noche.
Y ha habido momentos, no lo negaré, como ese día en la playa, en los que los eufemismos nos han proporcionado grandes dosis de risa. Esto no es, al contrario de lo que pueda alguien pensar, una reivindicación panfletaria contra el eufemismo como fenómeno, sino solamente una pequeña queja sobre la reciente falta de imaginación del mismo. Y no digo imaginación como eufemismo de extravagancia, sino de complejidad, de juego, de doble sentido, de astucia lingüística.
¿O no era más gracioso llamar a un burdel “casa de sombreros”, “casa de tolerancia” o incluso “whiskería” que “local de alterne”? ¿No era más imaginativo llamar a una prostitutas “halcón nocturno” o “señora que fuma” que “trabajadora sexual”? ¿No tenía más gracia cuando la cárcel era el “trullo”, “la sombra” o “Chirona” que un “centro penitenciario” o de “restricción de la libertad”? Bien, seguramente no para los presos, pero para que nos entendamos. ¿Cuándo perdimos la capacidad o la voluntad de esconder lo que no nos atrevemos a decir bajo expresiones un poco trabajadas? ¿Cuándo empezamos a dejar de decirlo absolutamente todo por su nombre, por cierto?
¡Ah! Qué buenas expresiones aquellos eufemismos que llamaban al ladrón amante de lo ajeno, aquellos en que los feos no eran poco agraciados sino que les sentaba bien la oscuridad, los que otorgaban a los bizcos el poder de mirar contra el gobierno. ¡Qué grandes eufemismos de cagar el ir de vientre, sentarse en el trono o visitar al señor Roca! O la explicación de qué se va a hacer exactamente en el retrete según el cabal de las aguas…
Afortunadamente, hay campos en los que siempre destacará la imaginación (en un mayor o menor grado de acierto) en lo que a eufemismos se refiere. Sino lo creéis haced el ejercicio y decidme cuantas palabras, fuera de lo que hoy se considera “políticamente correcto”, podéis nombrar como eufemismo de emborracharse, porro y pene.
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